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De la “amistad” al odio: por qué Robledo Puch fantaseó con matarme de tres balazos en la nuca

Tuve diez encuentros con el Ángel Negro, acusado de matar a once personas por la espalda o mientras dormían en la década del 70. Fui su biógrafo. Hubo charlas y confesiones. Pero un día todo cambió y se obsesionó con terminar con mi vida. Este es el relato de las reuniones que mantuvimos en la cárcel de Sierra Chica

CIUDADANOS 12/08/2020 Rodolfo PALACIOS
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Carlos Robledo Puch mira con los ojos brillosos la camiseta de River que le regalé cuando, el 19 de enero de 2009, cumplió 57 años.

Se la prueba encima de una polera blanca, el único recuerdo que conserva de su madre Aída. Camina por la sala como un chico feliz con nuevo su juguete.

Me abraza.

Dice que era arquero, que el regalo que le acabo de hacer es el mejor que le hicieron en su vida. Le hace acordar a los días de infancia en que su padre le enseñó a andar en bicicleta cerca del río. O cuando su madre lo miraba tocar el piano mientras le acariciaba la cabeza.

El llamado Ángel Negro que mató a once personas en 1972, no puede seguir su relato.

Llora sin consuelo, como ese niño al que llamaban “Carlitos” al que algunos de los chicos de Vicente López cargaban por “blandito”, según me contó una vez, o lo le pisaban las zapatillas modernas que su abuela le traía de Alemania. O le decían “cabeza de fósforo”.

Robledo llora y en ese instante, en esa sala de la cárcel de Sierra Chica, hace 11 años, sentí ganas de darle un abrazo.

Pero me quedé inmóvil, como un testigo de su dolor. Y me pregunto hoy cuántos abrazos habrá recibido en los 48 años que lleva preso.

Esa imagen de un hombre derrumbado, cáscara de sí mismo, que llora por el que pudo ser y quedó sepultado como si él hubiese sido su víctima número 12, volvió a resonar en mi cabeza con la entrevista que le dio al periodista Alejandro Salamone, publicada en eleditor.com.ar.

Más allá de la frase más fuerte que pronunció Robledo (“Quiero la inyección letal o que me den un revólver a si me pego un tiro en el corazón para dejar de sufrir”), la entrevista -un gran hallazgo- muestra a un hombre que se ahoga o llora cuando habla o se ahoga en su propio llanto.


“Cuando salga de acá quiero ir al cielo para darle un abrazo a mamá y a papá para pedirles perdón por todo el daño que les hice”, cuenta en un tramo de la charla.

Fuera de la nota, volvió a hablar mal de mí.

Contó que les dio a unos compañeros los libros de Perón que yo le había regalado porque no quiere tener nada mío, y que yo fui un enviado de la Justicia para que él siguiera preso.

Tuve con él diez encuentros en Sierra Chica y llegó a considerarme su único amigo. Pero un día decidió interrumpir las visitas y yo publiqué “El ángel negro”, su biografía no autorizada.

Desde entonces me odia.

En 2011 se le confesó a un compañero de encierro, en el sector sanidad de Sierra Chica, mientras le pedía aspirinas a un guardia.


Luego, Carlos Eduardo Robledo Puch, mostró los dientes como un perro rabioso y le pidió al otro preso, el “Paisa” Julián Zalloechevarría -uno de los ladrones que robó más de 15 millones de dólares del banco Río de Acassuso-, que me hiciera llegar el mensaje.

Se lo dijo así:

-Mándale a decir a ese hijo de remil puta que si algún día vuelvo a salir, lo primero que voy a hacer es meterle tres cuetazos en la nuca.

El ladrón de bancos sonrió porque creyó que era una broma, pero Robledo se puso colorado y empezó a ir de un lado a otro.

Ese día, el veterano hampón me llamó para contarme sobre ese encuentro casual con el famoso asesino.

-Che, se ve que al loco éste no le dejaste un buen recuerdo, cuando le dije que te conocía, se puso furioso - dijo el pistolero desde el teléfono público del pabellón 8 de Sierra Chica, el de máxima peligrosidad.

El enojo de Robledo confirmó mis sospechas: no había quedado conforme con este libro. Él quería que fuese presentado como sucesor de Perón, inocente, salvador del universo y profeta incomprendido.

Pero por otro lado, no tomé su amenaza en serio. Como escribió Osvaldo Soriano el 24 de febrero de 1972 en el diario La Opinión, al matar al primer hombre, Robledo se aniquiló a sí mismo.

La cárcel lo convirtió en un muerto en vida. Y que yo sepa, los muertos no matan.

Eso no es todo.

A un productor de cine que lo fue a visitar con la intención de hacer un documental sobre su vida -que aún se proclama inocente y jura que no se manchó las manos con sangre-, le dijo:

-Rodolfo Palacios es un hijo de puta, un nieto de hijos de puta. Un guardia cárcel me prestó el libro y lo leí en dos pedos. Es un libro tan mal escrito que alguien como yo lo leo muy rápido.

Y les recordó un episodio que viví con él.

Un día me cocinó un matambre. En cada carta me contaba lo difícil que le resultaba conseguir todos los ingredientes, desde el huevo hasta el piolín para envolverlo.

En una visita, en la que comí empanadas cocinadas por él, me lo dio.

“Comé un pedazo ahora”, me pidió después de entregármelo, pero le dije que estaba lleno.

Horas después, al llegar a mi casa, saqué la bolsa de mi mochila. La abrí: el matambre estaba envuelto en los diarios que yo le mandaba por correo para que se mantuviera informado.

El matambre desprendía un olor rico. No sabía qué hacer con él. Lo dejé en la heladera hasta que mi ex pareja lo encontró y, sin que le dijera de dónde venía porque no hacía falta, me exigió que tirara ese pedazo de carne.

“Esto lo cocinaron donde una vez hicieron empanadas con carne humana. ¿Estás loco?”, me dijo.

Al otro día, antes de irme a trabajar, le dejé un ramo de fresias, sus preferidas. Y ella me respondió: “Gracias por las flores. Llegó otra carta de tu amigo Robledo”.


Vuelvo al matambre.

No tuve otra alternativa que salir a las calles de San Telmo con el matambre bajo el brazo.

Me sentí ridículo. Tenía que decidir qué hacía con él. No aceptarlo era despreciar el gesto que había tenido Robledo. Había estado seis horas preparándolo. Tirarlo a la basura no estaba en mis planes. Caminé perdido por la ciudad. Era de noche. Algo se me iba a ocurrir. Hasta que vi, debajo de la autopista, en una cama hecha con cartones, a un linyera. Pensé que podía disfrutar del matambre sin culpa. Es más: yo pensaba comerlo, de hecho solía comer las recetas de Robledo, desde tarta a pollo, y llegué a comer lo que cocinaban el secuestrador Arquímedes Puccio y el cuádruple femicida Ricardo Barreda.

La cuestión es que lo iba a comer otro. El hombre lo aceptó con gusto. Antes, tuve la necesidad de aclararle:

-Ese matambre fue cocinado por Robledo Puch.

-¿Me estás hablando en serio? Ese es de mi época. Se cargó un equipo de fútbol completo.

-¿Lo va a comer igual?

-Obvio.

Al otro día volví a ese lugar para ver cómo le había caído la comida a ese hombre. Al llegar a su refugio, no había nadie. Temí lo peor. Que ese matambre que le entregué lo hubiese matado de un síncope. Una hora más tarde, volví otra vez. Por suerte, el linyera estaba sano y salvo: tomaba un vaso de vino. Respiré aliviado. El matambre le había encantado. Me pidió que le agradeciera a Robledo. Pero a Robledo le dije que el matambre estaba riquísimo.

Sin embargo, al productor Robledo Puch le dijo que lo que hice con el matambre era imperdonable.

-Eso es de canalla, de traidor. Es más, al sorete de Palacios yo le he dado cartas escritas a mano o mecanografiadas con pruebas y se las guardó o las tiró. Les digo más: es un desprolijo, sucio y mal vestido. Es muy desagradable. Un zaparrastroso con barba. Una vez le presté un casete con las mejores canciones de los Redonditos de Ricota. Y me lo perdió. Y me trajo “La mosca y la sopa”. También me trajo la película “Batman, el caballero de la noche”. Eso fue una provocación porque se dijo, falsamente, que yo una vez me creí Batman y prendí fuego el taller del penal. Me tomó por idiota. Pensó que era un chico. Un idiota y avieso. Seguro lo mandaron los jueces para que se infiltrara y me sacara información. Palacios está detrás de la trama secreta de mi encierro.

Robledo nunca leyó las veces que consideré que su pena estaba agotada (argumento basado en lo que dice la Ley), los abusos que sufrió en prisión y las torturas a las que fue sometido cuando lo detuvieron.


Aun hoy, a doce años de nuestro último encuentro, siento que después de haber conocido a Robledo Puch no volví a ser el mismo.

No sé si él se quedó con algo mío, o yo me llevé algo de él.

Algo que no tiene nombre.

Sin forma, una especie de material viscoso que se adhirió a las paredes del laberinto de mi existencia.

De un día para el otro, comencé a ver todo con lejanía, como si estuviera adentro de una pecera grisácea. O como un hámster en una pecera, como solía decir él.

Sin energía, ensimismado y con una extrañeza helada: por momentos me sentí un impostor de mí mismo. Un pésimo imitador de mis actos, incapaz de recordar sensaciones y momentos felices.

Nunca sabré si fue el influjo de esa incursión al infierno del ángel exterminador o si se abrió en mí una puerta que no debía abrirse.

Aquellos días salía de la cárcel ensimismado.

Durante la escritura del libro, me metí tan a fondo en la mente de Robledo -o eso creí hacer- que miraba las películas y leía los libros que lo habían conmovido, escribía con las persianas bajas, me impregnaba de las penumbras y hasta llegué a contagiarme de la obsesión que Puch tenía por los números.

Miraba las patentes, las combinaciones numéricas de los boletos de colectivos, la numeración de las calles, y todo era un rompecabezas de lo imposible.

Durante un tiempo me sentí atrapado en la mente de Robledo.

Me alejé de amigos y parientes. Mi relación de pareja se deshizo.

Las personas que sabían de mi vínculo con el famoso asesino (cuya telaraña que cubría su ser pareció impregnarse en mi vida cotidiana) me hacían preguntas y por momentos me sentí un cazador que sale del zoológico más exótico para contar cómo viven los animales que nadie se anima a ver o visitar.

Conocí a personas que se me acercaron por el influjo Robledo. Mi vida pareció seguir un curso distinto al que hubiese seguido si nunca lo hubiera conocido.

Fue tomar el camino más difícil y extraño. Consumir una droga que no se aspira, ni se inhala, ni se toma, ni se fuma, ni se inyecta, ni se toma, ni se pone debajo de la lengua.

Una droga invisible, o que se mira mientras se es mirado.


Aún guardo todas sus cartas (la mayoría escritas en la máquina de escribir que le compré) y los dibujos que me regaló con los lápices de colores que le llevé un día. “Soy un gran copista”, me dijo.

Su obra no tenía oscuridad. Más bien, inocencia e ingenuidad. Hasta podría haber sido dirigida a un público infantil.

Había pintado al canario Twetty con la frase “Mi suerte es tener tu amistad”, a un niño rubio y de ojos celestes con galera y la camiseta de River, y a una gallina con los colores de ese club con un chanchito de Boca a upa y una copa llena de huevos. La inscripción decía: “A este chancho le falta lo que a esta gallina le sobra”. También dibujó a la Pantera Rosa. Me dedicó todos los dibujos y los firmó. Cuando le pregunté por qué no dibujaba paisajes o figuras humanas, me respondió: “¿Vos te crees que soy Rembrandt?”

El fallecido forense Osvaldo Raffo, que examinó a Robledo cuando lo detuvieron, me dijo que me cuidara porque iba a contaminarme con la oscuridad de Robledo.

“Te tomó de compinche y fijate que a los dos compinches que tuvo los liquidó”, sentenció

Otro psiquiatra fue más gráfico: “Los psicópatas absorben las emociones ajenas. Robledo se va a alimentar de tus emociones”.

Por un tiempo fui desqueriendo. Me volví incapaz de llorar, de conmoverme y sentir compasión. Hasta sentí que hacer terapia no me ayudaba. Cuando nombraba a Robledo, los psicólogos comenzaban a hacerme preguntas sobre él.

“Creo que vos estás mirando con los ojos de las víctimas”, llegó a decirme una terapeuta.

Si miré por otros ojos que no fueran los míos, no fueron los de los asesinados, sino los del asesino. El poeta Fernando Noy, fascinado por el costado Genet de Robledo Puch, llegó a decirme que el asesino se había enamorado de mí.

“A la Charlot Robledo, a la Robleda, no le brindaste tu amor. Por eso te odia. Se quiere ir a vivir a una quinta evangelista, está relocaza, pienso que allí querrá huir y buscarte hasta matarte y lograrte, perdón, pero así es la vida de los invertidos. Menos mal que Dios es todopoderoso y además con mis radares mentales voy a protegerte”.


Por otro lado, Robledo me abrió los candados de los secretos prohibidos de asesinos y ladrones. Crucé una frontera extraviada que me llevó a escuchar confesiones inconfesables: asesinatos, robos, secuestros, traiciones, tesoros ocultos.

Nunca supe ni sabré por qué alguien que no conozco y no me conoce, enseguida me revela historias que no podré contar. Llevo como un peso oscuro esas confesiones ajenas, que ocupan tanto espacio que tapan las mías.

No puedo culpar a mis encuentros con Robledo como una nube negra que aún me sigue.

Sólo sé que por un tiempo se me hizo cada vez más difícil pensar en historias felices o luminosas, por más que lo intenté. Por un tiempo pensé que sólo podía escribir de la ausencia, de lo perdido, lo que se ha ido, lo muerto o lo que está por morir.

El escritor Enrique Symns, que vivió experiencias al límite, se sorprendió por esa escena. “La recuerdo con un sombrío temor. La muerte parece merodearlos cuando se enfrentan con Robledo. En ese encuentro, el periodista percibió el aroma que exhalan los asesinos. ¿40 años encerrado pueden anestesiar o erradicar de la conducta de un hombre el impulso de matar?”, opinó Symns.

Mis encuentros con los asesinos me llevaron a elaborar una teoría improbable: creo que la oscuridad puede contagiarse como una gripe. O tiene el mismo efecto que un bostezo en una reunión: bosteza uno y al rato ese bostezo va de boca en boca.

No hay antídoto contra la oscuridad.

Quizá los asesinos nos llevan una gran ventaja. Saben más que nosotros, aunque menos que los muertos. Nadie sabe más que los muertos.


Es raro, pero una de las cosas que me solía pasar cada vez que buscaba saber de la vida de los asesinados, así como la de los asesinos, me encontraba con algo en común: la muerte -para los que la provocan y para los que sufren- parecía anunciarse. Esas señales eran claras.

El asesino Gary Gilmore, protagonista de La Canción del Verdugo, el libro de Norman Mailer, dice que sus víctimas “en ningún momento sospecharon que fueran a morir”.

Y que estaban destinadas a morir de forma violenta. Muchas víctimas de Robledo estaban en ese lugar por casualidad.

Algo los llevó a encontrarse en el mismo sitio y a la misma hora que el matador. Como si para Robledo, el acto matar fuera más una expiación que una obra perversa. El instante en que el asesino y la víctima se miran y pactan un secreto que sabrán sólo ellos.

Al matar a once personas, Robledo no sólo se mató a sí mismo: mató a los familiares de las víctimas, a sus antepasados, a sus descendientes; mató a los que dejó vivos. “Mató a toda la humanidad”, llegó a decir su padre Víctor.

La tragedia se cerró a la perfección. Robledo Puch llegó al mundo por un milagro. Eso pensaba su madre Aída, que no podía quedar embarazada. Hizo un tratamiento, recurrió a remedios caseros y rezó. La sangre que derramó su hijo terminó por ahogarlos a ellos también. Hay dos pequeñas historias que lo prueban:

Cuando su hijo fue detenido, Aída intentó matarse de un disparo. La bala le rozó los lentes y desvío su trayectoria. En esa casa siempre habitó la muerte. Tiempo antes, su madre -la abuela de Robledo- se desplomó de un infarto sobre una torta que estaba preparando.

La caída de su hijo también devastó a Víctor Robledo Puch. Se separó de Aída, lo echaron del trabajo y terminó viviendo en una pensión. Una vez le confesó a una vecina que su hijo le había escrito.

-¿Te escribió Carlitos? Qué buena noticia -le dijo la mujer.

-Leela, no es ninguna buena noticia -le respondió Víctor.

La carta decía:

“Lo primero que voy a hacer cuando salga de acá es matarte a vos. Andá pensando cómo vas a hacer para mantenerme”. Desde ese día, lo que más quiso en la vida es que su hijo no saliera nunca más de la cárcel.

El escritor y periodista Jorge Fernández Díez, que también conoció a Robledo y sufrió extraños mareos, dejó testimonio sobre ese encuentro que le dejó una huella:

“Robledo cerró la puerta y comenzó a hablarme a borbotones sobre Dios, las profecías, los querubines que lo habían visitado en su celda, la inocencia absoluta de todos los crímenes que se le endilgaban y la maldición que había caído sobre quienes lo habían condenado: abogados que eran arrollados por un tren, testigos que se habían suicidado, personas que eran asesinadas o morían de horribles y repentinas enfermedades, y otras pestes bíblicas”.

No sé si entorno a Robledo hay una maldición que alcanza a todos los que lo rodeamos. Tengo la certeza de que no volveré a verlo, ni en la cárcel ni afuera, aunque una vez dijo que en cuando saliera libre iba a irse a vivir a mi casa. Nunca sabré sus enigmas porque apenas sé los míos. Probablemente haya algo en el crimen que acerca a la verdad, a una puerta que sólo pueden atravesar quienes lo cometen.


En la primera entrevista con el Ángel Negro se dio un insólito cambio de roles. Yo pasé a ser el victimario y él jugó el rol de víctima, como si hubiese sido un lento juego de seducción escenográfica. Robledo creía que yo lo iba a matar. Sospechaba que en su primer descuido -por más imperceptible que sea- iba a clavarle un puñal afilado por la espalda o dispararle a quemarropa.

La camiseta de River se la regalé para su cumpleaños. Ese día cumplió 57 años y además le llevé La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez, y una torta con crema que se derretía por la demora de un guardia en abrir un candado.

Robledo miró el libro, después se puso la camiseta y besó el escudo, y dijo que sus ídolos eran el Beto Alonso y Amadeo Carrizo. Probó la torta y me dijo:

-Amigo, son los mejores regalos que recibí en mi vida. Y meto en la misma bolsa lo que me daban mis padres para mis cumpleaños. Eran sencillitos: soquetes, calzoncillos, una remera o una camisa; cosas así. Pero no tengo un recuerdo especial de mis cumpleaños, salvo haberlos pasado con mis padres, juntos en familia. Era muy zonzo. No pedía cosas. Me conformaba con lo que me regalaban. Los dos regalos más lindos que recibí en mi vida fueron un triciclo y un camión cisterna de juguete que me dieron para Reyes. También me acuerdo del camión de bomberos marca Bichi, a fricción, el patrullero azul de hojalata hecho por los japoneses, que después de perder la guerra inundaron el mundo con sus juguetes. Me acabo de acordar de un tractor Fiat anaranjado de chapa, bien argentino. Era una réplica de los originales.


-¿Alguna vez fuiste feliz? - le pregunté a Robledo.

-Soy feliz cuando River sale campeón. Tal vez no haya conocido la felicidad. Ni de niño, ni de joven, ni de viejo. No he vivido nada.

Al final de la visita, nos despedimos con un abrazo.

Me volvió a agradecer los regalos. Caminamos por el pasillo hacia la entrada de recepción de visitas. Un guardia me abrió las rejas. Del otro lado, con una sonrisa y una mano levantada, quedó Robledo. Seguía con la camiseta de River puesta.

-Chau, Rodolfito. Chau amigo. Gracias por todo. Te compadezco, pero afuera te espera un infierno. Yo por suerte no tengo que ir a ningún lado - y largó una carcajada entrecortada.

Me daba vuelta y seguía mirándome y saludándome con la mano y una extraña sonrisa.

Es como una foto que cada tanto viene a mi mente.

Y es entonces cuando en un abrir y cerrar de ojos intento hacerla añicos.

Fuente: Infobae

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