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Roberto Gargarella: “No hay lawfare, sino una burda y patética historia de dominio del poder sobre la Justicia”

En su nuevo libro, el jurista ensaya siete tesis para analizar el malestar con el sistema político en América Latina. “Las elites dirigentes tienen esa capacidad de decidir y pactar lo que más le conviene para la preservación de sus privilegios”.

POLÍTICA 17/01/2021 Juan Piscetta*
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En “Cómo mueren las democracias”, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt definieron el problema de una manera singular. La llegada de líderes autoritarios y apologistas de la violencia política como los presidentes Jair Bolsonaro y Donald Trump exponen la decadencia de las democracias en Occidente. Según los autores, no habrá golpes de Estado intempestivos para quebrar el sistema constitucional, porque el deterioro paulatino lo hará innecesario.

Roberto Gargarella, doctor en leyes (Universidad de Chicago) y sociólogo (UBA), es uno de los intelectuales de América Latina más consultados en temas como constitucionalismo, democracia y derechos sociales. Comparte el diagnóstico sombrío, aunque desde otro enfoque. En su reciente libro “La derrota del derecho en América Latina. Siete tesis” (Siglo XXI), el jurista ensaya varias ideas para explicar y superar el malestar actual. La multiplicación de dirigentes “populistas” -o bien distantes a las urgencias sociales-, la debilidad de los controles hacia las clases dirigentes o la ineficacia de jueces vitalicios para frenar la corrupción o ser cómplices de la violación de sus propias reglas son síntomas de una raíz estructural que tiende a alejar a la ciudadanía de un poder que pacta a sus espaldas.

“Es un problema muy extendido internacionalmente que no lo remedia ninguna elección presidencial o intermedia”, desafía Gargarella en una entrevista con Infobae.

Según el jurista, hay que revisar la “sala de máquinas” del viejo sistema político y constitucional que supo ser útil desde 1800 para todo el continente americano. Lejos de ser una inquietud teórica, la forma de funcionamiento social del poder político y sus contrapesos -diseñados en su momento por dirigentes que querían garantizar el poder de una minoría ilustrada y evitar estallidos sociales- hoy agravan los conflictos y las desigualdades del siglo XXI.

- La crisis de la representación política es un tema muy estudiado en todo el mundo. Sin embargo, el 90% de los votantes en Argentina se inclinaron por el Frente de Todos o por Juntos por el Cambio. De alguna manera, el sistema orientó las preferencias de la población. ¿Por qué afirma que también en el país hay una crisis de representación política “irreversible”?

- Son los límites del voto, yo lo llamo “la extorsión democrática” y se aplica perfecto en Argentina. Para poner un ejemplo, en las últimas elecciones - elijo estas solo porque están cercanas y visibles, pero podrían aplicarse a elecciones anteriores- hubo muchísimas personas con dos objetivos imaginados en el voto: por un lado cambiar la política económica, donde una gran mayoría se inclinó por eso; y la preocupación por los temas de corrupción. Esas dos preferencias básicas estaban en tensión. Muchísima gente optó por cambiar la política económica y enseguida fueron señalados por descuidar la corrupción, cuando esas personas podían decir también que eran dos preocupaciones muy intensas e importantes para ellas. Por votar lo que le interesaba o prefería, terminaban afirmando lo que repudiaban. Creo que el votante medio tenía ese conflicto. A los problemas de representación, se suma esta capacidad muy limitada del voto, que no es un defecto del voto sino del sistema institucional que lo ha dejado al voto periódico en soledad como única herramienta institucional de expresión de la ciudadanía, cuando antes estaba contenido por otras alternativas capaces de mostrar algún matiz o diversidad. El sistema electoral, tal como existe ahora, reafirma y agrava el problema de la “extorsión democrática”. Es inconcebible y muy preocupante que nuestras democracias en Occidente sigan insistiendo con este tipo de armado que deja tan desguarnecida a la ciudadanía y la culpabiliza.

- Usted dice que se dejaron de usar “herramientas” que podrían ayudar a superar esos límites del voto. ¿Cuáles son?

- Son herramientas viejas que ayudaban a complementar el voto, como las asambleas comunales, la posibilidad de revocar mandatos, las instrucciones obligatorias, la rotación permanente de cargos o las elecciones anuales. Ahora hay algunas nuevas que pueden ayudar a consagrar una “conversación entre iguales” y formas de discusión alternativas y colectivas sobre derechos que son inclusivas, abiertas y horizontales. Lamentablemente, el viejo sistema institucional sigue teniendo una enorme fuerza para matar ese tipo de iniciativas.

- En todos los gobiernos aparecen “factores externos” al sistema institucional que han sabido controlar al poder político o plantearle otra agenda, como los medios de comunicación o las protestas sociales.

- Los medios de comunicación en Argentina, como en todo el mundo, están muy concentrados y todos los intentos para democratizarlos solo han reforzado su poder. En cuanto a la movilización ciudadana coincido que es muy importante en toda la región, aún en Perú y Chile donde se pensaba que la sociedad civil estaba adormecida. Lo que pasa es que las viejas instituciones están muy preparadas para resistir y las vías que tiene la sociedad civil son muy frágiles y débiles, en el sentido que no están institucionalmente establecidas para obtener algún resultado efectivo. Se pueden hacer manifestaciones de miles o millones de personas de modo constante, como Argentina, Chile o Perú, y puede ser que nada pase. Venezuela es el caso más patético de estas movilizaciones que, en los hechos, no significaron casi nada.

- Es un lugar común de un sector de la población que cuestiona a la dirigencia política por sus niveles de corrupción o falta de escucha a la ciudadanía. En su trabajo también en este caso las instituciones son parte del problema.

- Fenómenos gravísimos como la corrupción son producto de muchas cosas, entre ellas la cultura política, las tradiciones o los niveles de desigualdad económica y social. El punto es que también son producto de las instituciones, que la pueden limitar o promover. El sistema institucional hay que utilizarlo del mejor modo posible; no desde la fe que serían capaces de remediar todo, sino que pueden ser la llave de salida o el mismo problema. En la pequeña parte que le toca, las instituciones pueden combatir o favorecer la autonomización de las elites. Hoy tenemos esto último: falta de controles o su deterioro, concentración de poder y una desigualdad que es alentada por el sistema institucional. Por eso se da esa sensación de que las dirigencias políticas, económicas, empresarias y judiciales tienden a convivir y pactar entre ellas. Impunidad y desigualdad son dos caras de la misma moneda.

- Es posible ver la “autonomización de la política” con el debate recurrente sobre las elecciones primarias (PASO), un mecanismo que en su objetivo busca promover la democratización de los partidos políticos y frecuentemente son desaprovechadas.

- Todas las creaciones institucionales que se intentaron estos años como la “democratización de la Justicia”, la “democratización de los medios” o en este caso de la reforma de las elecciones primarias son un cuento al servicio de las elites. Las elites dirigentes tienen esa capacidad de decidir y pactar lo que más le conviene para la preservación de sus privilegios y el reaseguro de los niveles de impunidad.

- Escribió una columna de opinión donde califica al “lawfare” como “un cuento”. Sin embargo, es una realidad que muchos de los conflictos políticos en la región se están resolviendo en vía judicial.

- Lo que hay en Argentina, Chile, Perú, Colombia, Nicaragua, Venezuela, Bolivia o Ecuador es una vieja historia más simple y tosca, más burda, que es el patético dominio del poder en ejercicio sobre la Justicia. Y eso produce muchos efectos que los defensores y críticos del lawfare vemos: jueces que empujados por las peores razones -como el dinero, las extorsiones de los servicios de inteligencia, aprietes y pactos como querer nombrar a su hija o mujer en un cargo- avanzan sobre los opositores. El que llega a ese lugar tiene una enorme capacidad de extorsión sobre los jueces. El lawfare engaña y cierra parte de la realidad. No se trata de una conspiración de nivel internacional entre justicia, medios y política contra los “gobiernos populares”, sino que lo que hay es una Justicia que, en un un contexto de poder político concentrado, tiende a trabajar con el poder de turno. El lawfare impide ver cuando el ex presidente Álvaro Uribe en Colombia fue preso. O en Perú, cuando Alan García se terminó suicidando a pesar de ser parte de una elite poderosa, o bien lo que le pasa a Toledo, que es perseguido por la Justicia. ¿Y cómo explica el lawfare que gobernantes como José “Pepe” Mujica o Tabaré Vázquez en Uruguay no solo no fueron perseguidos por los medios y la Justicia, sino que son homenajeados? ¡Qué raro! Lo que es inexplicable para el lawfare para mi es sencillo: es una explicación que permite ver la mitad de la cuestión en términos ideológicos. No es que un juez que vota un tema lo hace para ver cómo se alía con el poder internacional para favorecer al neoliberalismo. ¡No! Solo quiso nombrar a la hija, no hay nada mas burdo y patético como eso. Lo que Oscar Parrilli, Cristina Kirchner y Raúl Zaffaroni presentan como una conspiración contra el kirchnerismo impide ver que, cuando ellos o Macri están en el poder, usan su capacidad de presión para hacer exactamente lo mismo.

- Sin embargo, usted considera que es necesaria una reforma judicial.

- ¡Obviamente! Mi tesis doctoral que escribí en los años noventa fue sobre el carácter contra mayoritario del Poder Judicial. Hace treinta años que me mantengo firme en que la Justicia tiene un componente elitista que nació con desconfianza democrática por razones injustificables. Eso no implica decir que la Justicia conspira contra el kirchnerismo. La Justicia es un poder ocupado por varones católicos, blancos y de clase media alta que tiene sus propios intereses y que son muy sensibles a la preservación de sus privilegios y a las ofertas que les haga el poder. Por supuesto que se requieren medidas, eso es lo que me inquietó tanto de la llamada “reforma de la Justicia”. Con el nombre de algo importantísimo fue solo nuevo intento de colonizar la Justicia y el Consejo de la Magistratura. Es parte de la dinámicas del ejercicio del poder en sociedades desiguales, donde las elites intercambian figuras entre ellos, a veces se pelean y luego pactan.

- En una de sus tesis advierte que nuestro sistema constitucional fue pensado en el siglo XIX para equilibrar distintos sectores de la sociedad, entre ellos, que “la mayoría no oprima a las minorías de ricos”.

- Tenemos un sistema que es el hijo defectuoso de un pacto muy excluyente entre elites liberales y conservadoras basado en la desconfianza democrática. Esto ocurrió en Estados Unidos, Colombia, Chile y Argentina. Lo notable que en las recurrentes reformas constitucionales del siglo XX siempre se quiso reforzar la concentración del Poder Ejecutivo -y su posibilidad de reelección- a cambio de conceder derechos para legitimarlos. La académica australiana Rosalind Dixon lo llamó “derechos como sobornos”, mientras se mantenía la “sala de máquinas de la Constitución” cerrada a la participación e intervención ciudadana. No es que se mantuvo la estructura del siglo XIX, sino que seguimos prisioneros de esa estructura institucional. Si el poder se concentra mucho se erosiona todo el sistema: el Congreso empieza a debilitarse, la Justicia se politiza, y aumentan los poderes de los servicios de inteligencia y del control económico.

- A veces esta concesión de derechos implica un refuerzo de los movimientos sociales y su autonomía del poder político. En el peronismo, por ejemplo, se vio en los sindicatos...

- Ese es un buen punto, me parece serio. Creo que es parte de la historia virtuosa del derecho, donde las concesiones no son gratuitas. El primer gran ejemplo fue el derecho de propiedad. En una lectura conspirativista y maniquea -aunque en parte es verdad-, el derecho de propiedad nació cuando las elites utilizaron un lenguaje universal para reafirmar sus privilegios. Se hizo en nombre de todos, no de Juan Pérez y su derecho a que nadie le toque su propiedad. Esa maniobra genera efectos inesperados. Esa es la belleza del derecho; para legitimarse, el derecho necesita hablar en un lenguaje universal y se termina comprometiendo a cosas que le afectan. Otro ejemplo es el de los derechos indígenas. No tengo dudas que su inclusión en reforma de la Constitución de 1994 ha tenido un impacto, aún en términos identitarios para los grupos indígenas que no se concebían como tales y con derechos propios. Efectivamente no todo está bajo control y eso es importantísimo.

- Una de sus ideas fuerza apunta a generar en la población una “conversación entre iguales”. En algunos países, existieron ejemplos donde hubo consulta ciudadana directa en temas cruciales. ¿Qué opinión tiene sobre los resultados de plebiscitos como el Brexit o de los acuerdos de paz en Colombia? Allí hubo mayor participación y la ciudadanía se inclinó por el rechazo a modos de convivencia más integrados.

- En eso disiento, porque son ejemplos de todo lo malo que genera la “extorsión democrática”. Soy un defensor acérrimo de la participación democrática, pero tiene que ser algo distinto a una consulta popular organizada “desde arriba” en un día para resolver problemas gigantescos. Yo reinvidico un proceso como 2018 con la discusión del aborto en Argentina, que fue lo más participativo posible, o las discusiones sobre derechos humanos y la amnistía en Uruguay, que tuvo un amplísimo debate público y terminaron en dos plebiscitos. Los acuerdos de paz en Colombia, que tenían 350 páginas con cláusulas muy polémicas sobre los líderes de la guerrilla, son el ejemplo de lo indeseable y lo contrario a la conversación democrática.

- Volviendo al tema central de su libro. ¿Cree que este sistema constitucional está poniendo en riesgo la democracia de la región?

- Lo que pienso es que la capacidad de influencia del sistema constitucional es muy limitada y no está haciendo la contribución que podría hacer. Ayudó a consagrar derechos básicos que ganaron vida propia, pero la estructura de desigualdad es la de siempre y ayuda a reforzarla. ¿Quiere decir que hay que echar abajo la Constitución? No, creo que hay al alcance de la mano muchos cambios imaginables y promisorios que no requieren una reforma constitucional, como las asambleas ciudadanas horizontales o foros de encuentro, como hubo en Canadá, Australia o Irlanda, el aborto y el matrimonio igualitario. Pero una Constitución que es hija de la desigualdad requeriría en el largo plazo reformas sustantivas y muy profundas en una orientación igualitaria y democrática.

* Para www.infobae.com

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