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Dejó de ser actriz porno y no reniega de su pasado: en la mente de la autora de “Vírgenes, esposas, amantes y putas”

Además de ex directora y actriz porno, Amarna Miller es licenciada en Bellas Artes, escritora y activista feminista. Se define como “ex trabajadora sexual” y, como tal, en su último libro defiende la importancia de regular la actividad y dar derechos laborales

CIUDADANOS 06/03/2021 Gisele SOUSA DÍAS
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Amarna Miller empezó en el cine porno detrás de las cámaras, en una pequeña productora que fundó antes de cumplir 20 años, mientras estudiaba en la universidad la licenciatura en Bellas Artes. Tres años después y ya graduada, la productora se fue a pique y Amarna se convirtió en actriz porno a tiempo completo. “¿Los motivos? Me sentía cómoda delante de las cámaras, orgullosa de mostrar mi cuerpo y mi sexualidad”, cuenta en su nuevo libro.

“Me mudé a Los Ángeles, el epicentro mundial del negocio, para impulsar mi carrera. Grabé escenas de las que me siento orgullosa y otras que en estos momentos me negaría a rodar. Tuve días buenos y días malos. He sufrido el estigma y he luchado contra los prejuicios, pero aguantar las críticas y el desprecio también me ha dado una fortaleza y una resiliencia que no sé si habría podido conseguir de otra manera”, escribió la autora española en “Vírgenes, esposas, amantes y putas” (Planeta), el libro que acaba de presentar.
Fue nominada a mejor actriz extranjera en los AVN awards, algo así como los Oscar del cine para adultos, pero a los 27 años -ahora tiene 30- se retiró. Desde entonces lee lo mismo -y se fastidia por igual, cuenta a Infobae- en cada entrevista que le hacen: que dejó aquello para “encauzar su vida”, perpetuando la creencia de que antes se había salido del carril de “las mujeres dignas”.

Amarna, en cambio, no se siente una víctima, no se siente manchada, no se arrepiente, no reniega de su pasado, no cambió su nombre por temor a no ser respetada como escritora y activista feminista. Al contrario, como conoce el paño desde adentro, su feminismo tiene lecturas y experiencia propia. En su libro reivindica el uso político de las palabras “trabajo sexual” y cree que el foco de la discusión de un tema que divide aguas debe estar puesto en dar derechos -tanto a las prostitutas de calle como a strippers, webcammers o actrices porno- para que no estén obligadas a la precariedad laboral, al estigma y a la clandestinidad.
A lo largo de casi 300 páginas, además, busca desentrañar cómo se construye la identidad de las mujeres acorde a las necesidades ajenas: madres cariñosas, esposas indulgentes, cuidadoras de la felicidad de los otros, “frígidas”, “ninfómanas”, “estrechas” y “culpables”. “Culpables de que nos violen (‘¿Qué tipo de ropa llevabas?’) y hasta de reponerse tras una agresión sexual, porque nos han dicho que después de una violación la mujer queda rota, destrozada, inservible”, escribió.

—¿Por qué elegiste llamar a tu nuevo libro “Vírgenes, esposas, amantes y putas”?

—A lo largo de la Historia, nuestra identidad ha sido construida en base a cánones ajenos. Es decir, no estaba definida por lo que nosotras queríamos, deseábamos y necesitábamos sino por lo que quería, deseaba y necesitaba la sociedad y, en concreto, los hombres. Así que todas hemos sido las vírgenes prudentes, las esposas diligentes, las amantes pasionales. El título del libro es una manera de reivindicar que ya va siendo hora de que las mujeres nos apropiemos de estas etiquetas y las resignifiquemos: que está bien ser virgen, ser esposa, ser amante, que está bien ser puta, siempre y cuando se haga desde nuestra propia autodeterminación.

—Hablás de una doble vara: lo suficientemente “putas” para gustar pero no tanto como para ser catalogadas de “promiscuas” o “zorras”.

—Es muy curioso. Desde que somos pequeñas nos enseñan que nuestra propia identidad es un callejón sin salida. Hagamos lo que hagamos, vamos a estar incumpliendo algún tipo de norma social. Si deseamos tener sexo y estamos dispuestas a expresarlo libremente, somos unas zorras, unas guarras, unas putas. Si, sin embargo, nos mantenemos prudentes, somos unas frígidas. Si nos incorporamos al trabajo demasiado rápido después de tener hijos, es que no cuidamos de nuestra familia. Si deseamos no tener una familia para poder desarrollar en profundidad nuestra carrera laboral, nos estamos perdiendo lo mejor de la vida. Y así con todo. Realmente las mujeres vivimos en una polarización constante dentro de cómo construimos nuestra identidad y eso hace que nos sintamos muy frustradas.

—Contás que dejaste de ser actriz porno en 2017 y que la sociedad parece exigirte que te arrepientas.

—Esto tiene mucho que ver con cómo a las mujeres se nos ha socializado en la culpa y en la vergüenza. Al fin y al cabo, una prostituta, una actriz porno, una trabajadora sexual, es el máximo ejemplo de la mujer que se ha salido del redil, que ha hecho aquello que nadie quería que hiciese, la que se ha enfrentado y ha cuestionado las normas sociales de lo que se supone que significa ser “una mujer digna” y ha decidido hacer lo que le venía en gana, disfrutando públicamente de su deseo. Y ante ese cuestionamiento, lo que la sociedad te plantea es “puedes volver a la sociedad, te podemos aceptar, siempre y cuando reniegues de tu pasado”. Es como la parábola del hijo pródigo en la Biblia, otro buen ejemplo de culpa y castigo. La parábola dice que si tú vuelves arrepentido, tu padre siempre te va a acoger. Y eso es lo que se les pide a las trabajadoras sexuales. De alguna manera es plantear la identidad femenina de nuevo como una polaridad: o eres la puta o eres la santa. No puedes ser tú misma en ningún lugar, ¿sabes?


—Y decidiste seguir usando tu nombre real...

— Cuando escribí mi primer libro (de poesía) mi editor me dijo que no usase Amarna Miller y su argumento era que así los lectores me iban a tomar más en serio, que iban a leerme con otros ojos, que iban a descubrir “lo que se escondía tras la actriz porno”. Y a mí todos estos argumentos siempre me chirriaron. Yo le escuchaba y decía “pero es que no hay nadie debajo de la actriz porno: es que yo soy la actriz porno. Soy la actriz porno y también soy la escritora y también soy la activista”. Y todas estas cuestiones que conforman mi identidad no se solapan, no son unas mejores que otras, son simplemente aspectos de mí misma que confluyen. Y aunque ahora mismo no sea trabajadora sexual, he sido trabajadora sexual y me siento orgullosa de ello. Tuve mis menos y mis más, me ha gustado en algunos momentos, en algunos otros he vivido la precariedad y no me ha parecido divertido. Pero bueno, como en cualquier trabajo. Personalmente he decidido seguir manteniendo el nombre que usé durante toda mi época en la pornografía como un acto político, porque para mí es una manera de no renegar.

—Te definís como “ex trabajadora sexual”, reivindicás el uso político de la palabra “trabajo” y defendés la importancia de que haya regulaciones para evitar la precarización laboral.

—El trabajo sexual es un paraguas dentro del cual está la prostitución de calle, las chicas que hacen prostitución de lujo, las strippers, las dominatrix profesionales, la gente que hace espectáculos de sexo en vivo y está, por supuesto, la pornografía. Lo que veo es algo tremendamente clasista, que tiene que ver con la industria del rescate: esa idea de que las mujeres deben ser salvadas por aquellos que han decidido que lo que hacen no es digno. Eso en vez de preguntarle a esas mujeres “¿qué necesitas? ¿qué es lo que quieres?”.

Por supuesto que hay prostitutas que necesitan ayuda, pero lo que necesitan es que sean ellas mismas las que puedan decir qué tipo de ayuda necesitan. Porque si escuchamos a las trabajadoras sexuales, lo que te van a decir no es que están a favor de la abolición sino que lo que quieren es no tener una persecución policial, que sus espacios de trabajo no sean cerrados y terminen siendo obligadas a trabajar en la calle, donde las condiciones laborales son infinitamente peores, porque todo lo que sucede de forma clandestina sucede en peores condiciones y es un imán para la violencia y para la marginación. La realidad es que hay muchas prostitutas que, dentro de su capacidad de elección, eligen la prostitución por encima de limpiar casas o ser cajeras en el supermercado.

En el libro escribe: “Siempre me ha parecido curioso analizar cómo el feminismo ha luchado con fuerza por romper los mitos sociales atribuidos a las mujeres (la esposa virtuosa que cuida de los hijos, la mujer madura cuya única preocupación es encontrar el amor, la femme fatale devora hombres, la exnovia obsesiva, la suegra mandona y cascarrabias, la feminista totalitaria con pelos en los sobacos...), mientras se sigue manteniendo y perpetuando la idea de la trabajadora sexual rota. Muñecas defectuosas destinadas a performatizar una vida de excesos y sufrimiento mientras nosotros las miramos comiendo palomitas desde el sillón”.


—Te metés en un tema que divide aguas en los feminismos: quienes creen que hay que abolir la prostitución porque es “una forma de esclavitud moderna” y quienes sostienen que es un trabajo y hay que dar derechos.

—Todo mi activismo gira alrededor de dar derechos humanos a las trabajadoras sexuales, porque se trata de un trabajo tremendamente precario. Toda mi argumentación pasa por que las personas comprendan esto, que es un problema urgente, apremiante, y a partir de ahí se puedan establecer condiciones laborales dignas. Si luego, ya a nivel filosófico, alguien está a favor o en contra de la existencia del trabajo sexual, me parece un debate que queda en un segundo plano. Muchas veces veo que el abolicionismo se queda estancado en el debate filosófico de que realmente en el trabajo sexual no existe el libre consentimiento, porque el consentimiento está viciado cuando hay un intercambio monetario. Argumento que, por cierto, se podría utilizar literalmente para cualquier trabajo.


—Sostenés que es un problema en el que no se puede generalizar.

—Dentro del trabajo sexual por supuesto que hay distintas problemáticas. Está el tema de la trata o el tema de que haya personas que se dedican a ello porque no tienen otras otras opciones. Pero todas estas cuestiones pueden discurrir de forma paralela. Es decir, podemos, por una parte, luchar contra la trata. Por otra, dar salida a aquellas mujeres que no se quieren dedicar a la prostitución y lo hacen como último recurso. Y por otra parte, dar derechos laborales a aquellas que lo hacen porque así lo han elegido. Y estas cuestiones pueden discurrir de forma paralela, al igual que en tantas otras industrias, porque también hay trata en la agricultura, en el trabajo doméstico y nadie está pensando en abolir ni el trabajo doméstico ni la agricultura.


—¿Hay precarización laboral también en la industria del porno?

—El problema es que los contratos que se firman son tremendamente abusivos. Tú cedes que el título de la película cambie sin tú saber, que se pueda cambiar tu nombre, tu etnia, tu edad. Si estás grabando una película no sabes bajo qué nombre se va a comercializar, no sabes el argumento antes de llegar al rodaje. Al final todo eso puede desembocar en un resultado final con el cual tú no estás de acuerdo, del que no habrías querido participar. Y no hay convenios laborales, por lo que puedes estar grabando durante diez horas sin comida, sin agua y sin baños, pagándote tú el transporte y el alojamiento.

—Dedicás una parte del libro a profundizar en la llamada “cultura de la violación”. ¿Qué es?

—Creo que todavía existe una creencia extendida de que las violaciones y las agresiones sexuales son actos de lujuria. Es un hombre que ha cometido este delito porque ha sido incapaz de limitar sus deseos, sus impulsos, cuando la realidad es que una violación es un acto simbólico de poder. La “cultura de la violación” es esta romantización y justificación de las violaciones: por ejemplo, cuando decimos que una mujer que no quiera ser violada no puede ir vestida de cierta manera o que una chica borracha en una discoteca está “asking for it” (pidiendo ser violada). Todo esto lo que hace es culpabilizar a la víctima y exonerar al agresor para no comprender lo tremendamente horroroso que es que te agredan sexualmente. Toda esta idea, además, se ha extrapolado a las películas, a las series, a literatura. Que se presenten violaciones o escenas sexuales muy agresivas de una manera romantizada es una herencia de todo esto.


—Trabajaste en la industria del porno mainstream, a la que muchos llaman “una escuela de violadores”. ¿Encontrás contradicciones?

—Decir que el porno es “una escuela de violadores” me parece simplificar la cuestión de una manera tan inocente... de la misma manera que no pienso que los videojuegos son una escuela para asesinos en serie. Los hombres no violan porque exista el porno, otra vez: violan como un acto simbólico de poder e intentar exonerar al agresor me parece, cuanto menos, peligroso. Ni el porno, ni las minifaldas, ni el alcohol, ni las drogas, ni salir de noche ni ponerte hasta el culo de lo que quieras son excusas para que una mujer sufra una agresión sexual.

A la vez, que se mine mi discurso por los trabajos que he hecho es “la falacia del hombre de paja”: es eliminar un argumento en base a la persona que lo promulga sin tener en cuenta si el argumento es válido o no. Sé que a muchas personas les puede hacer un cortocircuito que una ex actriz porno pueda criticar las violaciones, aunque me parece delirante. Durante muchísimos años he estado trabajando a través de mi cuerpo y puedo analizar las situaciones que he vivido y el trabajo que he realizado. Como yo, también las prostitutas de calle y las strippers y otras tantas trabajadoras sexuales tienen el derecho, si quieren, de analizar todos esos sesgos que tienen que ver con la violencia.


—Decís que “la mayoría del porno es rancio y machista” pero que no es su deber ofrecer la educación sexual que nos falta.

—Creo que la educación sexual no tienes que tenerla a través de la pornografía, aunque desafortunadamente sea así. Esto es una consecuencia de que en las casas y en los colegios, donde los niños y adolescentes deberían recibir educación sexo afectiva, no la están recibiendo. De la misma manera que enseñamos a un niño a distinguir que cuando ve “Misión Imposible” y los actores saltan de un edificio a otro es ficción, pues con la pornografía pasa lo mismo: es ficción, no podemos pedirle al porno que eduque. En paralelo, sí creo que la pornografía mainstream muestra muy poca diversidad con respecto a los cuerpos, a los tipos de orientación sexual, prácticas. Al final, es un guión que se repite una y otra vez y es cansino, aburrido. Creo que el porno tiene que diversificarse, tiene que innovar, pero nunca bajo la responsabilidad de ser un educador.

—Hablás de la “ignorancia vaginal”, de ahí que no te sorprende que tantas mujeres te cuenten que fingen sus orgasmos.

—Recuerdo a mis 15, 16 años, estar jugando con unos amigos y alguien dijo “yo nunca me he masturbado”. Y yo dije “ah, pues yo sí”, y fui la única chica que lo dijo. Ninguna de las otras chicas se unió y yo pensé “¡la leche!”, en plan “o aquí hay mucha gente con mucho miedo a hablar de su sexualidad o a los 16 años ¿ninguna de estas chicas se ha masturbado?”. El tema de la ignorancia vaginal, que lo digo un poco en broma pero que realmente es muy cierto, tiene que ver con que nuestra sexualidad ha estado muy invisibilizada, al punto que muy pocas mujeres se han mirado la vagina. Llegamos a nuestra primera relación sexual sin tener idea de qué es lo que nos gusta y esperamos que nuestro compañero o compañera de cama lo sepa al instante. Y ahí se producen unos malentendidos brutales que, al final, desembocan en mucha insatisfacción.

—Si bien una rama de los feminismos pide que los hombres sean aliados en las luchas, vos tenés otra visión con respecto al rol de ellos.

—A mí la palabra “aliado” siempre me ha chirriado, porque al fin y al cabo un aliado es alguien que secunda tu lucha desde la distancia, un país amigo que te presta unos tanques cuando estás en guerra. Por eso pienso que los hombres pueden y deben ser feministas, por supuesto, comprendiendo de forma estratégica qué batallas tienen que librar y cuáles no. De la misma manera en la que no tiene sentido que yo le vaya a explicar a una mujer trans lo que significa hacer una transición, no tendría sentido que un hombre me intentase explicar a mí cómo tengo que vivir el acoso que vivo por la calle cada vez que llevo minifalda.

Sí que pienso que los hombres tienen que comprender que su identidad también está oprimida y constreñida. No viven la violencia sexual pero sí una represión de su identidad, por ejemplo, a la hora de no poder mostrarse vulnerables, creer que tienen que ser los proveedores, que si no están empleados no son válidos, que no sirven si no son exitosos, heterosexuales, si no la tienen grande o si tienen un gatillazo (no lograron una erección). Creo que tienen que estar en esa lucha por deconstruir la masculinidad tóxica porque somos herederos del mismo sistema de opresión, aunque nos haya afectado de formas diferentes.

Fuente: Infobae

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