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Clementina, la computadora argentina: ocupaba una habitación, pesaba 500 kg y creaba melodías

TECNOLOGÍA 05/06/2021 Eduardo ANGUITA / Daniel CECCHINI
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Clementina podía resolver en un segundo lo que un matemático tardaba una hora y media. Ella había llegado en barco desde Gran Bretaña muy bien embalada en noviembre de 1960. Cuando la trasladaron a la flamante Ciudad Universitaria de la UBA la instalaron en el segundo piso del Pabellón Uno, donde está la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Ese pabellón era el único en el predio y, como aún no estaba terminado, se armó una entrada especial para colocar aquella inmensa computadora.

Pese a la ansiedad y el esfuerzo de los miembros del Instituto de Cálculo de esa facultad, hasta poder armarla y ponerla en marcha, Clementina debió esperar siete meses. Las únicas otras dos computadoras que había en la Argentina por entonces era una del Data Center de IBM y otra que se instaló en la Empresa de Ferrocarriles del Estado Argentino.


De algún modo, estas precursoras de la era digital inauguraban una nueva era.

Para cotejar lo que significa un cambio de época: Lucy, ese ejemplar hembra homínido que los científicos pudieron reconstruir en la década de los ’70, vivió en Etiopía hace tres millones de años. El equipo de investigadores la bautizó Lucy por la popular canción de Los Beatles “Lucy in the sky with diamonds”. Lucy era pequeña, medía no más de metro diez y pesaba unos treinta kilos. Era una nueva era en las especies que habitaban la Tierra.

El nombre con que bautizaron al ejemplar creado en la ciudad inglesa de Manchester también surgió de una canción –Oh, my Darling Clementine- popular en Estados Unidos y cuya melodía inspiraba los cánticos de las hinchadas de fútbol ingleses. A su vez, quince años antes, de la mano del talentoso John Ford, Hollywood tuvo su western homónimo.

Gigante y delicada

Seis décadas atrás, el lunes 15 de mayo de 1961, culminaba el proceso de armado, instalación y sucesivas pruebas donde trabajaron los expertos argentinos y contaron, incluso, con dos técnicos ingleses que pasaron todo ese 1961 en Buenos Aires. Quieta, aferrada al suelo, Clementina empezaba a andar.

A diferencia de Lucy, era gigante y delicada. Tenía 18 metros de largo y dos de altura y pesaba una enormidad.

No andaba desnuda por la selva como Lucy. En cambio, estaba recubierta de chapas y en su interior había –para la época- el más sofisticado procesador de datos. No emitía sonidos guturales; en cambio tenía un lenguaje artificial, creado por los programadores, que simplificaba el procesamiento de la información y luego se expresaba a través de una cinta de papel perforado para el ingreso y la salida de datos.

Sus 68 kilovatios de potencia obligaban a tener un sistema de refrigeración capaz de evitar el calentamiento, máxime que estaba revestida de un sistema de gabinetes metálicos para proteger componentes muy sensibles.

Claro, visto con los cánones de cualquier teléfono móvil actual la diferencia es abismal. Sin embargo, aquellos aparatos pesados, sin pantalla ni teclado eran el predecesor de esta era. Por entonces no habría miles de millones de humanos que guardan en sus bolsillos y carteras computadoras multimedia de última generación a los que se llama “teléfonos”.

El lenguaje de las clementinas de los ’50 y los ’60 son los padres de los lenguajes presentes y futuros.

Los padres de Clementina

Clementina salió de Manchester, recorrió los 50 kilómetros que la separaban del puerto de Liverpool y cruzó el Atlántico. Como muchos inmigrantes, descendió de un barco. Y en Buenos Aires su padre fue Manuel Sadosky.

Lo cierto es que los padres de Sadosky también habían llegado a estos lares en barco. Natalio Sadosky era oriundo de Ucrania y pudo escapar de los pogromos contra los judíos del Zar Nicolás II.

Natalio ejerció como zapatero en Buenos Aires. Su hijo Manuel, nacido en 1914, en cambio, cumplió con el lema del dramaturgo Florencio Sánchez, autor de “Mi hijo el dotor”. En su infancia lo apasionaba el fútbol y alternaba el colegio Mariano Acosta –prestigiosa escuela pública- con el tablón del Gasómetro: por entonces San Lorenzo era un equipo copero.

En 1940, con 26 años, Sadosky se sumaba a quienes por esos años eran la primera generación de graduados universitarios, tal como decía, de modo anticipatorio, Florencio Sánchez. El hijo de un inmigrante zapatero se recibía de doctor en Física y Matemáticas. Su desempeño académico le permitió una estancia de formación en Francia y en 1958 fue vicedecano de Exactas.


Parecía una jugada muy audaz para ese hombre de origen judío en un país plagado de discriminadores, para un afiliado de años del Partido Comunista en plena dictadura de Pedro Aramburu. Pero las universidades públicas argentinas eran autónomas gracias a la Reforma de 1918, en pleno gobierno de Hipólito Yrigoyen.

Clementina tuvo otro padre. En 1957, el decano de la facultad, Rolando García, en una reunión del Consejo Directivo, propuso crear el Instituto de Cálculo (IC) y comprar una computadora.

Al igual que Sadosky, García había cursado en el Mariano Acosta y luego se formó en Los Ángeles, California, donde se recibió de doctor en Física. A diferencia de la “fuga de cerebros”, García volvió al pago chico y fue un motor de los estudios científicos en la Argentina.

Autonomía y excelencia universitaria

La Universidad de Buenos Aires (UBA) tenía su propio presupuesto y justo a fines de ese 1957 asumía Risieri Frondizi como rector. Tan brillante como su hermano Arturo -que unos meses después se convertiría en presidente-, Risieri acompañó tanto a Rolando García como a Manuel Sadosky en ese emprendimiento.

Unos meses después, sumaban el apoyo del flamante Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) cuyo primer presidente, Bernardo Houssay, nunca mostró entusiasmo por el asunto. Para no votar en contra, pegó el faltazo a la reunión donde se definió el presupuesto para comprar lo que luego sería Clementina.
Así surgieron los fondos para poder llamar a la licitación que permitiría hacerse de aquella máquina que luego fue bautizada Clementina. El ex decano de Exactas, Pablo Jakovkis, en un artículo publicado en La Ménsula cifró el costo de esta aventura científica: fueron 152.099 libras esterlinas, lo que representaban unos tres millones de dólares en 2011, el año en que Jakovkis publicó la nota mencionada.

Abierta la licitación, concursaron cuatro compañías, la inglesa Ferranti más las estadounidenses IBM, Remington y Philco. Cotejadas las propuestas, el modelo Mercury de Ferranti fue el ganador. Uno de los motivos para que se eligiera a la firma británica era un requisito que Ferranti sí aceptaba mientras que IBM no transigía: pasar el know how a los técnicos argentinos.

Tras la adjudicación y la travesía para instalar a Clementina, una profesora de la Universidad de Manchester llegó a la UBA para capacitar en una semana a un medio centenar de personas: quienes trabajaban directamente con la computadora más profesores de distintas universidades así como técnicos y directivos de empresas públicas y privadas.

Jacovkis dice que “después de unos meses de puesta a punto, se pudo considerar instalada el 15 de mayo de 1961”. Hasta entonces, el Instituto de Cálculo funcionaba desde su creación, en 1957, en tareas de organización, en el llamado a licitación, en la contratación de quienes luego fueron los programadores así como en recibir capacitación de la compañía Ferranti.

Una visión retrospectiva podría aventurar que Clementina fue una bisagra del conocimiento científico y un mojón de la era digital en la Argentina.

Dos años después, en esa Ciudad Universitaria que no le daba las espaldas al río de la Plata, se puso en marcha la Carrera de Computador Científico.

Aunque la calidad del sonido no fuera óptima sino más bien latosa, entre las tantas cosas que podía esa primera computadora era entonar la melodía de “Oh my Darling Clementine”.

¿Y para qué servía Clementina?

El portal público AgendAR registra que fue “eficaz auxiliar de los especialistas en matemática aplicada. Realizaba cuentas matemáticas para establecer pautas en el sistema de ahorros y préstamos, para el estudio de los ríos patagónicos, para resolver cálculos astronómicos, por ejemplo, para establecer la órbita del cometa Halley. Unas cien personas trabajaban con la máquina, bien dispuesta a efectuar censos comerciales, análisis del funcionamiento de reactores nucleares, investigaciones cardiológicas y traducciones, como ser del ruso al español.”

Agrega que “la Universidad Católica Argentina compró su propia máquina, a la que bautizaron Carolina” y que fue inaugurada en 1963.

Para tener dimensión de lo que era Clementina, Jacovkis dice que durante mucho tiempo, permitió la consultoría argentina a nivel internacional: “Oscar Varsavsky, director del grupo de Economía (el más numeroso) desarrolló en el Instituto unos modelos económicos que se usaron después en otros países de América Latina (Chile, Venezuela, Bolivia) y que inspiraron sus controvertidos enfoques de la matemática aplicada a las ciencias sociales”. También hace referencia a modelos matemáticos desarrollados por Carlos Domingo y Jorge Sábato.

A su vez, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) le encargó “un modelo de simulación de ríos andinos”, en tanto que el Consejo Federal de Inversiones “los hacía pioneros en América Latina en la línea de modelización en recursos hídricos, con enfoques que apenas habían comenzado en Estados Unidos”.

El lenguaje original –el Autocode- a su vez fue modificado a partir de las nuevas exigencias y, en 1965, el equipo de argentinos desarrolló el Comic (¡cuándo no!) acrónimo de Compilador del Instituto de Cálculo.

¿Jubilación o muerte por encargo?

Sostener investigación científica es muy distinto a fabricar salchichas de Viena. Los presupuestos son distintos, los esfuerzos no siempre dan resultados inmediatos. Pero, además, requieren de decisiones políticas. Y esas decisiones, en el caso tan pionero como el de Clementina, le permitieron llegar al país y brindar un impulso fantástico a la informática.

Sin embargo, en junio de 1966 el dictador Juan Carlos Onganía echó al presidente Arturo Illia y al mes siguiente ordenó la intervención de la UBA y de las otras universidades que tenían como estandarte la autonomía, tanto de presupuestos como de libertad de cátedra y de investigación.


La Manzana de las Luces del centro porteño -donde funcionó la primera imprenta, donde se libró una resistencia feroz en la segunda invasión inglesa- alojaba una sede de la Facultad de Ciencias Exactas. El 28 de julio de 1966 la guardia de infantería de la Policía Federal entró a la fuerza y golpeó a alumnos y profesores. Fue “la noche de los bastones largos” que auguraba la niebla en la vida académica y científica.

Raúl Carnota es matemático y magister en Epistemología e Historia de la Ciencia. Para no enrollarse con las palabras la epistemología formula preguntas y busca los sentidos del conocimiento científico. Los autores de esta crónica se contactaron con Carnota quien les acercó no solo el artículo de Jacovkis sino uno de su autoría también publicado en La Ménsula.

“La intervención a las Universidades Nacionales en 1966 y las renuncias desencadenadas por la Noche de los Bastones Largos –dice Carnota- produjeron en el Instituto de Cálculo (IC) un vaciamiento casi total de profesionales e investigadores. En relatos posteriores, este acontecimiento aparece caracterizado como un desmantelamiento físico del IC y de la propia Clementina, supuesta víctima de “un final tan brutal como indigno: fue destruida totalmente”.

Otras versiones sostienen, por ejemplo, que después de la intervención “poco se supo de Clementina (…) y de ahí en más sirvió para apoyar las bandejas con café. La realidad es que la Mercury (Clementina) siguió en actividad por otros cuatro años lo que, dada su vetusta tecnología y la inexistencia, de repuestos esenciales, fue una verdadera proeza en gran medida mérito de su equipo técnico, fogueado en el período anterior.”

Carnota brinda datos muy instructivos que exceden el espacio de esta crónica. Uno de ellos no puede ser obviado: “Al momento de producirse la intervención estaban muy avanzadas las gestiones para el reemplazo de Clementina por un moderno equipo Bull G-60, ya que desde hacía un par de años que, para Sadosky y sus colaboradores, ‘el principal obstáculo que tiene el Instituto para el logro de sus fines es la vejez de la máquina computadora actualmente en servicio”.

En diálogo con los autores de esta crónica, Carnota dice:

-Tal vez sirva subrayar que esos fines tenían que ver con estar a la vanguardia de la computación en el país y no contentarse con las tareas de rutina.

La llegada de la dictadura de Onganía tenía sus matices. Este general autoritario con sueños de quedarse una década en el poder, provenía del sector “Azul” (industrialista) que entre 1962 y 1963 –mientras Clementina alumbraba horizontes al país- reñía armas en mano con los “Colorados” (asociados a una visión tradicional de país agroexportador). Sin embargo, Onganía encarnó un alineamiento directo con la llamada doctrina de seguridad nacional, de marcado sesgo anticomunista. La intervención a las universidades para controlar, echar, desarticular a las organizaciones académicas y políticas con sesgos de izquierda.


“Durante 1967 y 1968 –señala Carnota- la actividad del IC tendía a la deseada ‘normalización’. A través de cursos de formación para estudiantes de la carrera de Computación Científica (CC), se reconstituyó el plantel de programadores, con lo cual se atendían las necesidades de los investigadores de la Facultad y de otras dependencias, y se daba apoyo a los estudiantes de las materias de cálculo de la carrera de CC”.

Carnota destaca que el Instituto de Computación fue soporte en los programas de investigación para que físicos, químicos, biólogos, meteorólogos y geólogos.

“En materia de investigación –dice- nos muestran resultados de una pobreza extrema en lo académico y un direccionamiento poco claro en lo político. Un típico ejemplo lo constituye la continuidad formal del grupo de Economía Matemática. Este grupo, que había sido el ámbito de trabajo del equipo interdisciplinario de Oscar Varsavsky, reaparece bajo la forma de un servicio de programación de algoritmos de matemática financiera prestado a la Caja Nacional de Ahorro Postal.”

Clementina ya había lo que tenía que dar.

El Instituto de Cálculo tenía la misión de estar en la avanzada de la investigación y de la formación de personal del más alto nivel. Su visión de la universidad era ser sostén científico-técnico de un desarrollo nacional independiente –afirma Carnota-. Por el contrario, la intervención universitaria dictatorial “convirtió al Instituto en un centro para proveer rutinariamente servicios de programación, en las antípodas de aquel objetivo.”

El 6 de junio de 1971, la revista dominical de La Nación publicó “Una lágrima por Clementina”, en el que informaba sobre su desmantelamiento y anunciaba que se reemplazaría por otra cuya licitación finalmente sería cancelada.

Hoy, en coincidencia con el aniversario 60 de la llegada de Clementina, se anunció que, después de cuatro años, volverán a producirse computadoras en el país en el marco del programa Juana Manso, una continuidad del Conectar Igualdad, mediante el cual el Estado invertirá 20 mil millones de pesos en la compra de 633 mil computadoras para estudiantes.

Fuente: Infobae

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