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Estaban las dos en la AMIA, la madre sobrevivió y su hija murió

CIUDADANOS 17/07/2021 Hugo MARTÍN
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Paola Sara Czyzewski tenía 21 años y le apasionaba el fútbol. A su mamá, Ana María Blugerman, no. El 18 de julio de 1994 salieron temprano de su casa en Billinghurst y Las Heras rumbo al edificio de la AMIA, donde trabajaba. Tomaron el colectivo 95. Hoy, Ana recuerda que durante los 20 minutos del viaje, su hija le habló todo el tiempo del triunfo de Brasil en la final de la Copa del Mundo, que se había disputado el día anterior en los Estados Unidos. Bajaron en Azcuénaga, caminaron por Tucumán y doblaron hacia la izquierda por Pasteur. Al llegar a la puerta de la mutual judía, se encontraron con el personal de seguridad en la calle, charlando del tema hegemónico esa mañana. Paola se quedó un momento hablando con ellos.

Ana María continúa viviendo en el mismo edificio de entonces. Ahora tiene 76 años. Aquel día contaba con 49. “Hay algo que recuerdo bien al llegar, y era que no había ningún volquete en la calle. Le dije a Paola que o venía, o yo subía sola, porque había quedado ver a una gente. Se estaba cerrando la puerta del ascensor principal y entró. Había dos personas más adentro: Susy Wolinski de Kreiman y Jaime Plaskin. De los cuatro, la única que vivió después de ese día soy yo...”

Paola era estudiante de tercer año de Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Esa mañana, su madre le pidió que fuera a AMIA con ella. “Con Luis, mi marido, tenemos un estudio contable. Éramos auditores externos de AMIA -relata Ana María-. Tenía una oficina ahí, trabajaba todos los días de 8 a 16. Mi hijo mayor, Marcelo y Andrea, la más chica, venían a ayudarme a menudo, porque ellos estudiaban Ciencias Económicas. Pero justo esa vez tenía que ver unas cosas de legales que escapaban un poco a mi rutina, así que le pedí a Paola que me acompañara. Ese lunes comenzaban las vacaciones de invierno, pensaba ir más tarde, tipo 9 y pico, pero ella me dijo que no, que fuéramos a las 8 porque a las 10 se tenía que ir. Fue la primera vez que entró a AMIA, y no volvió a salir”.

El recuerdo de Ana María se hace pesado, espeso, es algo que desearía no tener que contar jamás. Pero es a través de la narración constante de ese día que Paola vuelve a vivir: “La instalé en la Secretaría General, ella se puso a trabajar y yo me fui. Siempre andaba por todas las oficinas, y como los domingos la sección de sepelios trabajaba, empecé por ahí. Mi marido estaba en el cementerio de La Tablada, haciendo la auditoría. Yo le tenía que mandar un fax, y había uno solo en todo el edificio, en la Secretaría General. Yo estaba con la secretaria del presidente de AMIA. Me dijeron que no entraba el fax, porque en Tablada estaba apagado. Entonces me dispuse a mandarlo de nuevo cuando sentimos la explosión…”

Eran exactamente las 9.53 de la mañana. A esa hora, un coche bomba estalló en el frente del edificio. Fue el peor atentado de la historia argentina. Entre las 85 víctimas estuvo Paola.


Ana María habla sin pausas ahora. Como si quisiera pasar rápido las imágenes más perturbadoras de aquella jornada: “AMIA tenía entrada por Pasteur, pero la parte de atrás daba a Uriburu. Cuando sentimos la explosión, salimos corriendo. En ese momento, estaban haciendo reparaciones y conectando las calderas. Fuimos para el lado de Pasteur, y vimos que no existía. Había un agujero directamente. Sólo veíamos lo que quedaba de los edificios que estaban enfrente. Empezamos a gritar ¡esto es una bomba! y yo también a gritar dónde está Paola.

No había ascensor, no había escalera… Fui para el lado de Uriburu y vi que, por arriba, estaban evacuando a la gente que estaba con ella. Empecé a gritarles adónde estaba mi hija, y me dijeron que había bajado a buscar un café. En ese momento creí morir. Empecé a gritar que me sacaran. Un policía me tiró una escalerita de bomberos, me pidió que me saque los tacos y suba, que él me iba a recoger. Me esperó arriba y me tiró sobre los escombros. La escena que vi en ese momento fue como las que uno ve de la Segunda Guerra Mundial o las bombas y los atentados en Medio Oriente. Se acercó un chico, un periodista, y me dijo ‘tengo un teléfono, ¿quiere hablar con alguien?’ Le dije ‘si, con mi marido’. Lo llamé y le dije: ‘Estalló AMIA, yo estoy afuera y Paola bajo los escombros’. Y corté”.


En medio de aquella desesperación, Ana María iba chocando con las miradas de las personas que venían a socorrer a los que asomaban de la montaña de escombros. Pero ella sólo quería encontrar los ojos de su hija. “No me daba cuenta que era una sobreviviente. Todo mi pensamiento giraba alrededor de Paola. Yo estaba en segundo o tercer plano, caminaba arriba de las piedras. Un policía me dijo que tenía que ir hasta la esquina Viamonte, donde agrupaban a quienes habíamos logrado salir. Apareció un señor muy mayor, de un centro de día que estaba enfrente, y me dio unas pantuflas ‘póngaselas porque se va a cortar’. Estuve todo el día..”

Mientras tanto, sus hijos y su esposo recorrían hospitales y comisarías buscando a Paola. Después de dos días de angustia, el 20 a la noche, un médico amigo de la familia se comunicó con ellos. “Él estaba convencido de que había un cuerpo en la morgue que era el de Paola. Pero no coincidían las huellas digitales. Cuando me llamó, me preguntó si no estaba en tratamiento odontológico. Le respondí que sí, y me pidió si podía ir con su dentista. Ese mismo 20 a la noche detectaron que era el cuerpo de Paola. Era el primero que había entrado a la morgue…”

El cuerpo estaba irreconocible, señala Ana María. Andrea, la hermana menor de Paola, sí pudo reconocer que era su ropa. “Al otro día la enterramos en Tablada. Y a partir de ese momento, hace 27 años que vivo con una mochila a cuestas. Con el vacío de no tener a mi hija. Porque para mí, todo sucedió ayer. Cuesta acostumbrarse a lo que significa estar de un lado o del otro de esa delgada línea roja de la vida. De un lado estaba yo, y del otro Paola. Ese 18 de julio mataron a un tercio de mi vida”.


Al día siguiente de la explosión, Ana María pudo reconstruir lo que sucedió con su hija por el relato de una testigo. “Ella estaba adentro del ascensor principal, que estaba sobre Pasteur, al costado había uno de servicio que no llegó a caer, con una persona adentro que sobrevivió. Pero Paola había bajado para buscar un café que traían desde el bar de la esquina. No sé por qué lo hizo, porque ella no tomaba café. Llamaron desde seguridad y preguntaron quién era Paola. Le respondieron que era “la hija de la auditora”, y pidió que lo fuera a buscar. La chica que le avisó la vio subir al ascensor. Y en ese preciso momento explotó la AMIA. El que se lo trajo fue un chico, Jorgito Antúnez, que también murió, como el hombre de seguridad”.

Ana María es correntina, llegó a Buenos Aires ya recibida de Contadora en marzo de 1966. Cuando la Facultad de Ciencias Económicas reabrió luego de La noche de los bastones largos, comenzó a cursar el Doctorado. Allí conoció a Luis, y al tiempo se casaron y tuvieron a sus tres hijos. Paola, la del medio, “era especial, tenía mucho carácter. Me suplantaba muy bien en la casa, porque con mi marido viajábamos bastante y ella quedaba a cargo de sus hermanos. Nosotros le llamábamos ‘El llanero solitario’, porque siempre estaba a favor de los desposeídos, de los más pobres”.

La joven, para seguir a sus padres, había estudiado en ORT la carrera de Perito Mercantil. Cuando terminó, trabajó un tiempo en el estudio contable, pero allí descubrió que no era su vocación. Y comenzó Derecho. Cuando murió asesinada en el atentado, cuenta su madre, “estaba cursando derecho penal con Alberto Fernández, el presidente de la República. Nos enteramos por él mismo, cuando era jefe de gabinete de Néstor Kirchner”. También tenía planeado un viaje por Europa, “pero no quería que se lo pagara nadie. Empezó a hacer trabajos en la computadora de nuestro estudio e iba guardando plata. Ordenando sus cosas, al mes siguiente, encontramos el sobre donde tenía el dinero”. Era metódica, tanto que hasta bromeaba con los nombres que pensaba ponerle a sus hijos: Kevin y José.


Le pregunto a Ana María cómo se sigue después de semejante puñalada. “Yo siempre sentí mucha culpa, terrible. Dos culpas, mejor dicho: haberla llevado y haberme salvado yo. No sé por qué no fue al revés. Ese día fue algo que se me ocurrió, así como Marcelo y Andrea iban siempre. Le pedí y aceptó rápido…”

El tiempo, que no cambia los hechos ni los recuerdos, pero es en cierta forma un bálsamo, hizo lo suyo. Eso, y la contención que Ana María recibió en AMIA. “Al principio me arrastraba. A la semana los chicos empezaron las clases en la facultad y Luis volvió a trabajar. Yo estaba enloquecida dentro de casa. Hasta que le dije a mi esposo: ‘voy a volver un día a AMIA para ver cómo me siento. Y si me siento mal, no voy a volver a trabajar más’. Fui, entré y me recibieron todos, se sentaron conmigo… Pasados dos o tres días me di cuenta que ese era mi lugar. ¿Sabés qué? No tenía que contarle mi historia a nadie. De pronto recordábamos algo y nos reíamos, y de pronto nos largábamos a llorar. Nos acordábamos del 18 de julio y hacíamos catarsis entre todos. Era el único lugar donde no tenía que darle lástima a nadie, algo que me molestaba mucho. Yo a los que venían así les decía ‘en vez de tenerme lástima, ayudanos a que se haga justicia’. Trabajé en AMIA hasta el 2010, cuando me jubilé”.
Todos los meses, Ana María va al cementerio de La Tablada a dejarle flores a Paola. El amor, para ella, es esa memoria implacable, y también el que le brinda su familia, a la que llegaron siete nietos: “Dos de Marcelo -Iván y Martina- y cinco de Andrea, que vive en los Estados Unidos: Lucila Paola, Franco, Liliana ,Juan Manuel y Amelie”.

-¿Cree que habrá justicia para los 85 muertos de la AMIA, Ana María?

-La justicia no llegó. Hubo dos juicios que fueron una burla ya no a los familiares, sino a los muertos. Todos los años, cuando terminaban los actos del 18 de julio, hablábamos de cuando nos íbamos a reunir sólo para recordar a nuestras víctimas y no para pedir justicia por ellas. Y acá estamos, la justicia, que cada vez está más lejos de venir. Lo único que nos queda es vivir aferrados a la memoria.

Fuente: Infobae

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