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En el corredor de la muerte con el hombre que ha desafiado a Texas: “Morir será un alivio”

INTERNACIONALES 19/12/2021 Amanda MARS
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Siluetas navideñas de Papá Noel, de renos y de abetos adornan las orillas del sendero que conduce al corredor de la muerte de Texas. El centro penitenciario Adam B. Polunsky, en Livingston, es un edificio mastodóntico de máxima seguridad, con capacidad para casi 3.000 internos y una unidad especial en la que habitan todos los condenados a la pena capital (ahora, 191) en el Estado que más la aplica. Un trío de caballos corre libre en un granja contigua, vecino desconcertante de esta cárcel de ventanas casi invisibles, de tan estrechas, y de alambradas intimidatorias. Los guardias bromean con los visitantes a la entrada. En el vestíbulo, alguien ha comenzado una colecta de juguetes. Es casi Navidad, aunque en este trozo sureño de América la temperatura invernal es de lo poco piadoso que hay.

Al filo de las once de la mañana, en el segundo miércoles de diciembre, entra en la cabina de la sala de visitas John Henry Ramirez, uno de los reos más conocidos, que ha desafiado a Texas como hacía tiempo que ningún otro reo lo había conseguido. Vestido de riguroso blanco, color de los internos, saluda de forma afable al empleado que hace de guía.

“Hey, John”, dice el funcionario, mientras ambos pegan el puño en el cristal a modo de saludo en una de las cabinas de la sala.

El día que lo iban a ejecutar, Ramirez tuvo ánimo de tomarse un bistec, cortesía de último día en el sistema penitenciario, y pensar largo y tendido en las últimas palabras que iba a pronunciar. Qué no se pensará largo y tendido en el corredor de la muerte, de todos modos, un lugar cuyos habitantes pasan 22 horas diarias en un celda de 5,5 metros cuadrados. Los presos únicamente tienen derecho a recreo fuera de ella en solitario y suelen pasar una media de una década hasta que les llega la hora. El 8 de septiembre John barruntaba algo sencillo, una despedida a sus compañeros de cárcel, un agradecimiento al alcaide por los programas religiosos del centro, poco más que eso.

El 19 de julio de 2004, en una noche de robos, drogas y alcohol, John, de 20 años, mató a un hombre con 29 puñaladas, y 17 años después, tras vivir fugitivo y caer preso, tras un juicio y sus correspondientes apelaciones, tenía cita con la inyección letal. El Tribunal Supremo de Estados Unidos, sin embargo, decidió suspender la ejecución en el último momento para atender una petición nada común: que el sacerdote que le ha estado acompañando desde 2015 pueda rezar junto a él dentro de la cámara en el momento de morir y en contacto físico con él.

-¿Por qué es tan importante ese contacto en el último momento?

-Porque en los servicios religiosos la gente se da la mano y se toca y, si va a ser literalmente mi último momento, es muy importante hacerlo de ese modo.

-¿Tiene miedo a morir?

-No, tengo ganas. Será un alivio salir de este lugar, quiero dejar de sentir dolor.

La mayor parte de los reos, sin embargo, suele entrar en una travesía de apelaciones, recursos y demandas que dura años con el fin de ganar tiempo en un lugar, el corredor de la muerte, donde el tiempo es algo muy vago; con el fin de aferrarse a la vida, aunque sean apenas unos mendrugos de vida: hablar a gritos con compañeros de unidad a los que nunca ves la cara, jugar al ajedrez con un oponente inexistente, tumbarse y pensar en el pasado. John, que ahora tiene 37 años, intenta evitar esto último. “Me mantengo ocupado para no andar demasiado por mi cabeza”, dice. Estudia la Biblia, lee novelas de ciencia ficción, envía cartas, escribe poemas. Tiene uno, de 2018, que dice:

“Consuélame como un abrazo,

mientras aguardo el último tirón,

con esta soga alrededor de mi cuello,

¿podrás oír cuando grite?”

Dice que quiere morir, que tiene un pie ya al otro lado, pero a veces parece agarrado aún al ser y estar que fue, como cuando cuenta abatido que su esposa se está divorciando de él, o maldice a su abogado porque considera que lo lleva a toda velocidad al patíbulo. En momentos de la conversación parece alicaído y acartonado, como si le hubieran vaciado por dentro; en otras acelera y habla del procedimiento de la ejecución como quien cuenta la reforma de su casa. Ante las cámaras hay un instante en que sonríe, de forma algo absurda -“Sáqueme guapo”, bromea- y hace un poco el ganso, se coloca las manos abiertas en las orejas como en una burla infantil.

En 2011, fue él mismo quien le pidió a su abogado que dejarse de apelar la pena capital y, en su lugar, leyese en el tribunal el salmo 51:3: “Porque yo reconozco mis transgresiones y mi pecado está siempre delante de mí”. Luego, conoció a la comunidad Iglesia del Segundo Bautismo, de Corpus Christi, la ciudad donde creció y donde cometió su crimen. El pastor Moore y las hermanas Trujillo le convencieron de seguir peleando. En 2017, consiguió suspender su primera ejecución alegando el abandono de su primer abogado de oficio; en 2020, lo logró pidiendo la presencia del pastor y, en 2021, sus manos.

Ramirez habla de su pasado pendenciero, su expulsión del cuerpo de marines y sus adicciones con crudeza, fría y notarial, como quien ha hecho varias veces ya el camino de ida y vuelta a los infiernos, al castigo y la redención. Evita entrar en los abusos sufridos en la infancia. “No quiero que parezca que juego esa carta, mucha gente pasa por eso y no acaba aquí”, dice.

Describe la noche de autos sin titubeos: “Yo estaba en el aparcamiento, dentro del coche, y entonces vi a mi amiga forcejeando con un hombre [Pablo Castro]. Salí a separarlos y él me pegó en la boca, así que me enfadé, saqué el cuchillo y le empecé a picar. Me pasé. No sé buscar otra explicación, ni siquiera la droga porque en aquella época yo me drogaba siempre. Yo tenía un problema con mi ira, no sabía controlarme, pero me di cuenta de lo grave que había sido. Nos fuimos de allí y me fui a dormir a casa de un amigo, no supe que lo había matado hasta la mañana siguiente, cuando vi mi cara en las noticias de televisión, entonces me escapé a México”, cuenta.

Pablo Castro tenía 46 años y nueve hijos. Le gustaba llevarlos al fútbol y hacerlos escuchar la música de Ramón Ayala. Llevaba más de una década trabajando en la tienda Times Market, uno de esos establecimientos de conveniencia, que venden de todo y tiene horarios prolongados. A medianoche, cerca de la hora del cierre, comentó a la encargada del local, Sylvia Salinas, que salía a tirar la basura mientras ella hacía la caja. Pocos minutos después, una chica entró alertando de que había un hombre desangrándose en el aparcamiento. Lo primero que hizo Salinas fue llamar a Castro a gritos para que acudiera al lugar, pero conforme se acercaba a la víctima, fue dándose cuenta de que se trataba de su propio compañero.

Se llevaban bien, se turnaban cada noche para comprar la cena de ambos. Aquella última noche le tocaba a él invitar, pero se tuvo que hacer cargo Sylvia porque andaba con tan solo un dólar y 25 céntimos en el bolsillo. Se los robaron, aunque es lo único que John Ramirez niega.

Una vez huido a México, se buscó la vida vendiendo toda suerte de chismes pirata en un mercadillo. Copias de DVD, zapatos de marca falsificada, mochilas, bolsos. Primero fue en Matamoros, luego en Puebla y en alguna ciudad más. Conoció a una mujer y se casó con ella. Pasaron los años, se creyó a salvo. Cuando ella quedó embarazada, quisieron que el bebé naciera en Brownsville, un territorio estadounidense cercano a la frontera, para que tuviera esa nacionalidad, igual que ellos, así que estuvo campando por allí durante unos meses. Está convencido de que, durante esa misma época, los mismos tipos que le habían acogido al fugarse estaban negociando con el FBI y lo delataron. En 2007 lo arrestaron, al año siguiente lo juzgaron.

Aaron Castro no espera que la muerte del asesino de su padre vaya a aliviar su dolor, pero sí cree que le permitirá a él y a su familia cerrar un asunto que le vuelve con cada apelación, con cada audiencia, con cada fecha de ejecución fijada y anulada. Se agita al relatar el momento en el que se acercó al remolino de policía, sirenas y cordón policial y reconoció el sombrero de su padre tirado en el suelo. Algo malo había ocurrido en el barrio, cerca de su casa, donde no era raro ver patrullas pero esta vez había un helicóptero dando vueltas y los vecinos decían que habían apuñalado a alguien.

Tenía 14 años, acudió a husmear y, al llegar, resultó como si el sonido se apagase. “Era surreal, completamente surreal, de repente empezó a ir a cámara lenta, yo lo vi, sus zapatos, el gorro que siempre llevaba, vi que era él pero no procesé que lo era hasta llegar a casa. Y mi vida se ha quedado marcada por eso, para siempre, no sé cómo hubiese sido mi vida sin el asesinato de mi padre, pero hubiera sido otra”, explica Aaron, que ahora tiene 31 y vive en Austin.

No tiene una opinión muy concreta sobre si quiere o no que Ramirez pueda estar con el padre Moore en el momento de la muerte, solo quiere, repite sin parar, que la justicia se haga y todo termine. “No se trata de lo que piense sobre la pena capital, se trata de que hay unas normas por las que se ha establecido ese castigo y debe aplicarse y acabar. Llevamos 17 años con esto”.

Seth Kretzner, abogado de Ramirez, rechaza que su batalla por la presencia del sacerdote se trate de una maniobra de dilación: “Paradójicamente, cuanto más le dé la razón el Supremo, más pronto lo ejecutarán. Porque si los jueces deciden: ‘De acuerdo, tiene derecho a todo, Texas tendrá que cumplir, poner fecha y hacerlo’. Otra cosa que puede pasar, sin embargo, es que le reconozcan el derecho al rezo pero no al contacto físico y que esa cuestión deba volver a los tribunales inferiores, lo que puede dilatar el proceso durante un tiempo”.

La ejecución no se contempla en Estados Unidos solo como un elemento de castigo, sino como una forma de reparación a las víctimas, que tienen derecho a contemplarla y así tratar de alcanzar algo que definen como “cierre” y, cada retraso, argumentan sus representantes, agrava su trauma.

La pena de muerte en Estados Unidos persiste a pesar de las campañas, los avances progresistas en el país o el boicoteo de muchas compañías farmacéuticas, que vetan el uso de sus sustancias para formar el cóctel de las inyecciones letales, el método más habitual desde los años ochenta. Un total de 23 Estados la han abolido (Virginia, en 2021, y Colorado, en 2020, entre los más recientes) y el número de ejecuciones ha caído en 2021 a su mínimo histórico (11). El 60% de los estadounidenses, sin embargo, sigue apoyando la pena capital, según la última encuesta de Pew, de junio, y los territorios que la mantienen no se arredran. Este año, ante la carestía de fármacos, el gobernador de Carolina del Sur firmó una ley para recuperar el pelotón de fusilamiento como sistema de ejecución.

El caso de John, Ramirez contra Collier, no versa sobre la pena capital, tampoco es una causa criminal. Los jueces, que escucharon los argumentos de las partes el pasado 9 de noviembre, deben decidir si impedir la presencia y las manos de Moore supone violar la libertad religiosa de Ramirez. Hasta hace dos años, Texas permitía la presencia de consejeros espirituales. En 2019, sin embargo, estableció el veto porque el Tribunal Supremo detuvo la ejecución de un condenado, Patrick Murphy, con el mismo argumento de la libertad religiosa, ya que las autoridades denegaron el acceso de su clérigo budista, cuando sí hubiese sido posible uno cristiano o un musulmán. Texas aceptaba por entonces la presencia de predicadores que formaban parte del personal del sistema de prisiones, pero como sólo empleaba a cristianos y musulmanes, el resto de religiones quedaban discriminadas, así que cortó por lo sano y prohibió a todos.

Dana Moore alega que ese contacto físico “es importante en la religión, da coraje, da paz e incluso puede dar esperanza”. “Jesús tocaba porque era una manera de sanar”, recalca. “La gente cree que en el corredor de la muerte hay monstruos, pero John es un hombre normal, como cualquier otro, hecho a la imagen de Dios”, añade.

En abril hubo un cambio de criterio y Texas levantó el veto a la presencia de consejeros espirituales dentro de las cámaras de ejecución, pero mantuvo la prohibición del contacto físico y del rezo en voz alta, con lo que el conflicto continúa. El director ejecutivo del Departamento de Justicia Penal de Texas, Bryan Collier, en representación del Estado (de ahí el nombre del caso), arguye motivos de seguridad y control del proceso. No quieren, en pocas palabras, que algo salga mal, que la vía se le salga, que el fármaco no funcione, que el sacerdote aproveche el minuto de rezo para lanzar alguna algarada contra el castigo.

Ese día solo tienen la palabra el condenado para su última declaración, el guardia que lee la orden de ejecución y el médico que certifica el fallecimiento. Al otro lado del cristal observan la familia de la víctima y la del condenado. John no quiere testigos, pero eso no está en su mano. Los días que hay programadas ejecuciones, los reos se quedan en vela acompañando al compañero que va camino de la camilla. Su mejor amigo allí, Daniel López, cayó en 2015. No cree en la pena de muerte porque en ocasiones se lleva por delante a inocentes, aunque no sea su caso, y duda que realmente sirva para cerrar las heridas de una familia. Las suyas, no lo parece.

-¿Está enfadado con el John de 2004?

-No, enojado con él no estoy. No se puede cambiar lo que ocurrió, pero yo sé que era malo entonces. Lo que pasa es que con la pena de muerte se paga, te están diciendo que un error define toda tu vida y hay que acabarla.

John escribió su último poema el 6 de septiembre de 2021, dos días antes del que creía iba a ser su último día en el mundo de los vivos. “Me hice añicos hace mucho tiempo / no recuerdo la última vez que estuve entero. / Bendito sea el día en que me vaya”. Se titula: Personificando mi alma.

Fuente: El País

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