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Un ajuste improvisado frente a la bomba de tiempo

OPINIÓN 15/01/2022 Martín Rodríguez Yebra
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Alberto Fernández empezó 2022 encerrado en la trampa del sistema que le toca conducir y que nunca se atrevió a arreglar. El gobierno del Frente de Todos opera como un conjunto de células, sin una voz de mando ni una mesa de coordinación. El Presidente tiene la firma y la vicepresidenta, un poder de veto amplio, mientras una miríada de actores con intereses no siempre coincidentes se reparte porciones de la gestión. 

Nada la cuesta más a un gobierno de esas características que atenerse a un plan. Por eso sorprendió tanto cuando, la noche de las elecciones legislativas, Fernández anunció solemnemente que en los primeros días de diciembre iba a elevar al Congreso un programa económico plurianual que incluyera los términos de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) para reprogramar la deuda. La promesa se esfumó en el laberinto burocrático del peronismo unido, que solo funcionó hasta ahora a fuerza de parches y postergación.

El reloj de la bomba de tiempo se acelera hacia la fecha límite de finales de marzo cuando llega el primer vencimiento impagable con el Fondo. Martín Guzmán acaba de admitir en un medio español que no tiene los consensos políticos del exterior para el acuerdo. Omitió decir que el primer obstáculo ha sido la incompetencia argentina para presentar un programa creíble que revele las metas de saneamiento económico con las que aspira a convertirse en un deudor en condiciones de pagar. Pasaron dos años así. Llegó la hora de acomodar variables como sea.

Los miembros de mayor peso en el directorio del Fondo -con Estados Unidos a la cabeza- no compran la idea del “ajuste por crecimiento” que vende Guzmán. Exigen más precisión en el camino de reducción de déficit y objetivos realistas en términos de baja de la emisión, además de una política de tasas que permita recomponer las reservas del Banco Central.

No abunda la creatividad. El plan se va improvisando con una superposición de medidas para subir ingresos a partir de más impuestos y un achique del gasto por la vía de la quita de subsidios energéticos a usuarios de las zonas más prósperas. Al más alto nivel político llegan las discusiones de qué hacer con el tipo de cambio y cómo administrar la tasa de interés para contener el dólar sin frenar la economía.

En el apuro por diseñar un “ajuste invisible”, sobre los hombros de los sectores que aún tienen capacidad contributiva, el Gobierno traba una sociedad tóxica con la inflación. Vital para licuar el gasto público, mortífera para torcer el rumbo de deterioro social. Y también -drama paradójico e irresoluble- para los intereses políticos del oficialismo.

“Si no bajamos la inflación vamos muertos al 2023″, resume un dirigente kirchnerista de fuerte influencia en las discusiones del Frente de Todos.

El descontrol de precios está al tope de las preocupaciones ciudadanas en todas las encuestas que maneja el oficialismo. No hay distinción entre simpatizantes de uno u otro sector político, a quienes el poder adquisitivo se les diluye de manera ostensible año tras año. La presión interna hacia Guzmán para que explique cómo piensa frenar la inflación se agiganta. Es un tema central de sus diálogos privados con Cristina Kirchner en las oficinas del Senado.

La política de controles que bastonea Roberto Feletti se agota. El jueves termina el congelamiento compulsivo y ya se negocia con desesperación alguna clase de acuerdo con los empresarios del sector alimenticio. El Gobierno necesita al mismo tiempo otro gesto de racionalidad hacia el Fondo y detener una estampida de precios.

Distracciones peligrosas

Con cada medida de castigo a la clase media Fernández se aleja de la meta de su reconstrucción como activo electoral. El aumento de tarifas que se decidió a anunciar es una terra incognita para el kirchnerismo, que siempre se sintió incapaz de acertarle en el arte de la segmentación. El costo de un error en esa inteligencia se puede pagar muy caro en las urnas.

Desde que perdió las legislativas y se autopercibió vencedor, Fernández se distrae pensando en la reelección. Les prometió a los peronistas que habilitará una PASO para definir el candidato presidencial y dice en charlas que después trascienden que se imagina como el mejor posicionado para esa carrera.

Cristina Kirchner no piensa lo mismo. Vivió como un gesto ingrato que justo Fernández -su invención más sorprendente- despotricara contra el dedazo. Ella no se priva de coquetear en privado con la idea de presentarse a una PASO. Como número uno (improbable) o como vice de otro. La Cámpora también recogió el guante del jugueteo albertista cuando, a través del Wado de Pedro, advirtió que va a tener candidato propio en 2023.

En el mundo cristinista ven como una torpeza del Presidente instalar ahora ese debate y alardear (una vez más) con la gestación del albertismo. El éxito del Frente de Todos en 2019 consistió en que el ala dura (Cristina) eligió un moderado y pidió a los propios que lo apoyaran. Con eso unificó al peronismo. La lógica de una PASO conlleva un peligro en tiempos de polarización: un candidato extremo puede tener más opciones que uno blando en las primarias, pero se le hará luego más difícil competir en la general.

Son entretenimientos veraniegos en medio de un polvorín. Quedan menos de tres meses para la fecha límite con el FMI. Hay acuerdo antes o se entra en el tenebroso camino de los atrasos. Las reservas se secan y el Banco Central sigue emitiendo cifras descomunales para financiar al Tesoro -$481.816 millones en diciembre-. El fantasma de la devaluación regresa. La tercera ola de coronavirus asusta menos que las anteriores, pero pone un signo de interrogación sobre la actividad económica que el Gobierno de momento elige no ver. Prefiere batir el parche con el rebote de 2021 que vuelve el PBI a los números previos a la pandemia: es decir, a la recesión que heredó Fernández.

La república que no termina de ser

El peronismo encuentra un divertimento adicional en arrastrar al barro a Juntos por el Cambio. La principal coalición opositora se zambulle en 2022 con los pies agujereados de tantos tiros propios.

Iguala a sus rivales en el error de lectura del humor social y de lo que significó el resultado electoral. La torpeza para aplacar las peleas internas por migajas de poder y por encontrar un mecanismo viable de funcionamiento dio paso esta semana al espectáculo en la Legislatura bonaerense para permitir otra reelección a los intendentes.

Corridos por un puñado de caudillejos peronistas que se plegó a la trampa de pedir licencia para quedar liberados del cepo electoral en 2023, los adalides del Cambio se dejaron nivelar para abajo. Ninguno de los líderes con aspiraciones presidenciales –salvo María Eugenia Vidal, autora de la ley que prohibió los mandatos eternos- intervino para frenar un acto de digestión traumática para su electorado. Para colmo, se ejecutó con el recurso cínico de aprobar un proyecto que pretende decir lo contrario a lo que autoriza.

En la misma sesión se votó casi sin discutir un presupuesto que faculta a Axel Kicillof a crear 25.000 nuevos puestos en 2022, sin una explicación de para qué se necesita seguir engordando el Estado provincial. Un día antes los gobernadores radicales posaron en la foto de los “impuestos para todos” que es el nuevo Pacto Fiscal, aunque para disimular el off side primero tuvieron que acordar un mensaje común con Horacio Rodríguez Larreta, ausente a raíz de su litigio en la Corte por la coparticipación.

La racha negra de Juntos por el Cambio se completó con la difusión del video de inteligencia en el que un exministro de Vidal fantasea con una “Gestapo para terminar con todos los gremios” mientras discute con empresarios y espías un plan para armar causas judiciales. A la aberración de la frase la supera la mancha que significa una sospecha visible de que el gobierno macrista se aprovechó de las mismas técnicas oscuras de persecución y espionaje que sus predecesores.

Larreta, Patricia Bullrich, Mauricio Macri, los radicales, Elisa Carrió asistieron casi sin reaccionar a una cadena de hechos que marcan una desconexión con la noción republicana que venden desde hace siete años y que una porción de la sociedad les compra, a menudo por descarte y sin ceder a la desconfianza.

Al igual que los oficialistas, consumen encuestas compulsivamente y ahí resalta el pesimismo social que se consolida, al igual que el prejuicio de que la clase política actúa solo en beneficio de sí misma. El campo está fértil para la irrupción o el crecimiento de candidatos antisistema.

Para Alberto Fernández implica un reto adicional. La atomización opositora puede servirle de cara a unas elecciones, pero se convierte en un obstáculo para forjar los consensos que reclaman los acreedores de la Argentina antes de darle una nueva cuota de confianza.

En su discurso de Nochebuena pronosticó que viene “el año de los grandes acuerdos”. La fantasía dialoguista viene a rescatarlo de tanto en tanto, cuando se encuentra extraviado. Pero ahora la urgencia de cerrar con el FMI lo desafía a pasar de lo abstracto a lo real antes de que termine el verano. El ruido de las agujas del reloj retumba y ya no puede abrazarse al ejercicio relajante de patear todo para después.

* Para La Nación

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