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A 30 años del atentado a la embajada de Israel: un nuevo aniversario de la impunidad

NACIONALES 17/03/2022 Alberto AMATO
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El edificio entero se derrumbó como un castillo de arena socavado por el mar. Eran las 14.50 del martes 17 de diciembre de 1992, hace 30 años: la embajada y el consulado de Israel, en Arroyo 910 y 916 ya no existían más.

Al tremendo estallido le siguió el silencio profundo que sigue a las catástrofes, hasta que fue quebrado por los gritos de los heridos, los pedidos de auxilio y las corridas de quienes intentaban ayudar. La explosión, todavía no se sabía con exactitud qué había pasado, había afectado también al colegio Josefa Capdevila de Gutiérrez, un jardín incorporado a la parroquia y colegio Mater Admirabilis, del que estaban por salir a la calle ciento noventa y dos chicos de tres a cinco años, guiados por veintidós adultos, y a la residencia de ancianos Hogar San Francisco, donde murió al menos una persona.

 
Siete años después, en 1999, la Corte Suprema de Justicia, que tuvo a su cargo la investigación porque el atentado afectaba a otro país, estableció la “materialidad del hecho” y lo describió en estos términos: “(…) Que el día 17 de marzo de 1992, aproximadamente a las 14.47 hs., una camioneta Ford F 100, dominio C 1.275.871, se trasladó por la calle Arroyo de esta Capital Federal, ascendió a la vereda con sus dos ruedas derechas, frente al número 916 de la arteria mencionada -sede del consulado del Estado de Israel en Argentina-, produciéndose de inmediato una explosión de considerables dimensiones. Que el hecho ocurrió minutos después de que la seguridad interna de la sede diplomática había concluido una de sus rondas habituales y en momentos en que el personal policial, que como servicio adicional tenía a su cargo la custodia externa de la sede diplomática, estaba ausente. Que el origen del estallido fue una carga explosiva constituida de una mezcla de tetranitrato de pentaeritrita -PETN, pentrita- y de trinitrotolueno -TNT, trotyl-, en una proporción estimada en 50-50%, ubicada en la parte posterior derecha del vehículo”.

La Corte también dio por probado que el atentado fue obra de la Jihad Islámica, brazo armado de Hezbollah, un partido político pro iraní que actúa en el Líbano. Nunca fueron hallados, ni juzgados, los culpables. En 2010, el embajador de Israel en Argentina, Daniel Gazit, declaró que el servicio de inteligencia de su país, Mossad, había llevado adelante una investigación del atentado, de la que no se conocieron los resultados, y que Israel había eliminado a sus autores.

Pero todo eso era nada en los segundos siguientes al atentado. Las historias de las víctimas, de los sobrevivientes y de los testigos perviven aún, pese al paso de los años. El embajador Itzhak Shefi salvó su vida de milagro: se había ido de la Embajada minutos antes del estallido. El entonces cónsul Dani Carmon tenía cuarenta y un años aquella tarde. Vivía en Buenos Aires con su mujer, Eliora, empleada también en la Embajada, y sus cinco hijos. Hace unos años recordó aquella mañana del atentado: “Se suponía que iba a ser un día normal, estaba por comenzar el otoño, un día muy dulce, de esos que solamente Buenos Aires suele ofrecer; teníamos nuestros planes, que incluían una cena para veinticinco personas en casa, con un importante visitante de Israel”.

La Embajada estaba en refacciones y Carmon, junto al arquitecto Gabriel Pitchon revisaban cuentas y calidad de un revestimiento. “De repente, un boom que no recuerdo siquiera haber oído. Lo que sí oí fue un silencio atronador mientras caían los escombros, una escena sin sonido. Luego, después de unos minutos, escuché el sonido de la gente corriendo. Fanny, la jefa de los contadores de la Embajada, me sacó de allí. Si no hubiese sido por esa reunión deberíamos haber estado en otro sitio de la embajada, donde nadie sobrevivió a la explosión. Otra cosa que recuerdo, es estar tirado en una camioneta que me llevó al hospital”.

Carmon despertó un par de días después en la cama de un hospital, frente a dos colegas que lo visitaban para contarle que su mujer había muerto en el ataque. Le preguntaron también si él mismo se lo iba a contar a sus hijos, y Carmon dijo que sí. “Mis hijos se hicieron adultos, formaron sus propias familias y uno piensa en todo lo que perdieron quienes ya no están con nosotros”. El diplomático fue embajador de Israel en la India, vuelve a la Argentina cada cinco años con su familia, estará en el acto conmemorativo de hoy, “porque aquí dejamos algo y venimos de nuevo a buscarlo”.

En el momento del estallido, Lea Kovensky charlaba y tomaba café en el conmutador de la Embajada junto a la telefonista Mirtha, experta en manejar aquel armatoste alto en el que se enchufaban y desenchufaban clavijas para pasar las comunicaciones: el armatoste le iba a salvar la vida. “El estallido fue un golpe seco, quedamos todos envueltos en una nube de polvo blanco. La onda me tiró para atrás. Empecé a gritar”. Lea tenía entonces treinta y seis años y era la secretaria del agregado militar de la Embajada. Los cristales que volaron como cuchillos afilados le lastimaron la cara y quedaron adheridos al pelo. Logró salir hacia la esquina de Arroyo y Suipacha, entre los cuerpos inertes y los gritos de dolor. Con la cara ensangrentada ganó la calle y se detuvo sin saber qué hacer frente al piso inundado de cristales rotos. De pronto sintió que un par de brazos la alzaban y la llevaban hacia Suipacha, la cara hecha un delta de sangre.

Estaba en brazos de Bruce Willison Jr. Un marine de los Estados Unidos, de 24 años, que cumplía misiones de custodia diplomática en países de América Latina: en marzo le había tocado Argentina y ese martes 17 tomaba un café en un bar cercano a la Embajada. Cuando oyó la explosión, actuó por reflejo, corrió hacia Arroyo y dio con Lea, a la que alzó y llevó hasta Suipacha al 800, donde empezaban a llegar los heridos, muchos de ellos en camillas improvisadas con puertas arrancadas por la explosión, y con los solidarios porteros de los edificios vecinos a la Embajada como camilleros. Después, el joven militar rescató a más gente, practicó torniquetes, intentó cerrar heridas abiertas, hasta que fue desalojado por la Policía y por Defensa Civil.

La escena del marine y la secretaria es histórica porque Bruce y Lea, en su carrera hacia la salvación, se toparon con un reportero gráfico excepcional. Oscar Mosteirín, que murió en 2014, tenía entonces cincuenta y tres años. Era un fotógrafo notable, tal vez el profesional que mejor sabía “leer” una carrera de autos, F1 o Turismo Carretera, daba igual: si había una gran foto, era de Oscar; un compañero fantástico, con un humor a prueba de balas. En el momento del estallido, Mosteirín estaba lejos de los circuitos y los boxes: fotografiaba en la Plaza San Martín, y para la revista “Gente”, al coronel Juan Jaime Cesio. Cesio, perseguido y encarcelado durante la última dictadura, había sido el brazo político del teniente general Jorge Raúl Carcagno, el efímero jefe del Ejército de la democracia recuperada en mayo de 1973, desde la presidencia de Héctor Cámpora hasta que, en diciembre, Juan Perón dio vuelta el viento. En el momento de la explosión, parece que Mosteirín captó incluso el gesto de sorpresa del coronel Cesio, después apuntó su lente al humo perlado y espeso que se alzaba a menos de doscientos metros, gatillo otra vez su cámara y salió a toda carrera hacia la Embajada: en el camino se topó con Bruce y Lea. Sus fotos también son historia.

La investigación del atentado quedó en manos de la Corte Suprema. Su entonces titular, Ricardo Levene, llegó a la calle Arroyo a las cuatro y media de la tarde, junto a su secretaria letrada, Silvina Catucci. A esa hora, como a partir de entonces sería habitual en la Argentina, arreciaban las versiones. Hablaban de una implosión en la Embajada, que almacenaba explosivos y cobijaba una galería de tiro: un argumento parecido, el de la implosión, se reiteraría dos años después, cuando el atentado que demolió la AMIA.

Otro rumor aseguraba que no había existido coche bomba alguno, que los explosivos habían entrado a la Embajada en refacciones disimulados en las bolsas y los materiales que entraban y salían a diario de la legación. Más que rumor, esa fue la tesis inicial sostenida por la Policía Federal. El sumario quedó a cargo de la vecina comisaría 15. La certeza de un coche bomba recién se vislumbró a la medianoche de ese martes, cuando se descubrió un cráter entre la vereda y la línea de edificación de la Embajada que hasta entonces había estado cubierto por los escombros y repleto de agua.

Levene nombró como investigador a un hombre “nacido y criado” en el Poder Judicial, Alfredo Bisordi, secretario penal de la Corte, que se quejaba de que la policía informara primero y en directo al ministro del Interior, José Luis Manzano que, reunido con el Consejo de Seguridad, dispuso esa tarde el cierre de fronteras y pidió un detalle preciso de las entradas y salidas del país: un imposible para la época, como probó dos años después la investigación de la AMIA.

Cuando horas después Manzano llegó a la calle Arroyo, dijo que el coche bomba había sido un Ford Fairlane que había entrado de contramano a Arroyo, desde Suipacha: era una versión de la SIDE tomada de la calle. El ministro vivía días agitados: había asumido el 12 de agosto de 1991 y doce días después, una banda integrada por comisarios y oficiales de la Policía Federal había secuestrado a Mauricio Macri, que por entonces sólo era director del grupo empresarial de su padre. Manzano había seguido los consejos prácticos de Enrique Nosiglia, que contribuyeron en forma decisiva a que Macri salvara su vida. Y ahora, siete meses después de aquel episodio, el atentado contra la embajada de Israel. Sin embargo, nada habilitaba a Manzano a afirmar que las esquirlas de los autos estacionados en la cuadra de la Embajada, demostraban que había habido, previo al atentado, un tiroteo con ametralladoras. Era un disparate.

El presidente Carlos Menem no se quedó atrás y habló de la autoría del atentado: “Fueron resabios del nazismo y de los sectores fundamentalistas que salieron derrotados en el país”. Le preguntaron si hablaba de los carapintadas y dijo que sí. Era otro disparate.

Y había otro dislate en danza, piedra basal de futuras investigaciones: los peritos no se ponían de acuerdo. La policía y la Gendarmería diferían en el explosivo usado en la voladura. Para la Federal era pentrita, para los gendarmes había sido hexógeno. Esas discrepancias en ciencias y prácticas que tienden a la exactitud, se verían después en el atentado contra la AMIA y en la todavía misteriosa muerte del fiscal Alberto Nisman.

Sobre esas bases se erigió la investigación aquejada por el desinterés, la desidia, la indiferencia y la anomia. Durante diez años al menos se pensó que la cantidad de muertos era de veintinueve, hasta que quedó fijada en veintidós. Se debió, en parte, a que varios cuerpos, o restos humanos, metidos en bolsas y enviados a la Morgue Judicial, no habían sido identificados. En 1999, siete años después del atentado, la Corte admitía: “Que por otra parte fueron hallados distintos restos humanos en el lugar de los hechos sobre los que se efectuaron diversos exámenes forenses, médicos legistas y otros análisis tendientes a lograr su identificación, algunos de los cuales se encuentra actualmente en pleno desarrollo. Los mismos también tienen por fin establecer la identificación del conductor suicida”. La identificación nunca se produjo.

También ayudó a cierta confusión la decisión de enviar a Israel los cuerpos de los diplomáticos, militares y empleados israelíes muertos en el ataque y, en algunos casos, sin autopsia. La Corte enmendó en parte la confusión en 1999 y admitió: “(…) Con relación a las cinco personas fallecidas que no registran número de necropsia en el párrafo precedente cabe hacer las siguientes aclaraciones. El cuerpo de quien en vida fuera Albarracín de Lescano -que vivía y murió en el Hogar San Francisco- fue entregado directamente a un familiar de la occisa desde la comisaría jurisdiccional del lugar de los hechos. Las víctimas mortales Ben Rafael reconocido por David Arazi y Batia Eldad- y Eli Carmon- reconocida por José E. Ginsburg- ingresaron a la morgue judicial (números 637 y 622) pero no se practicó disección alguna sobre los cadáveres por motivos de índole religioso y humanitarios, autorizándose posteriormente su repatriación al Estado de Israel. Los cuerpos sin vida de Elowson reconocido por su prima Ingrid C. Elowson- y Zehavi -reconocido por su esposo y el Director de sepelios de la AMIA- fueron retirados por sus respectivos familiares desde las morgues de los hospitales donde habían sido internados, repatriándose también la referida en último término al aludido país”.

La responsabilidad adjudicada por la corte a la Jihad Islámica fue refrendada incluso por la Jihad Islámica, que terminó por adjudicarse el atentado. La Corte ordenó entonces la captura internacional de Imad Mughniyah, jefe de la Jihad en el momento del atentado y encargado de la seguridad central y exterior de Hezbollah. Pero se descubrió que Mughniyah había muerto en Siria en un atentado y la orden tuvo que ser levantada. A lo largo de los años hubo más sospechosos, más acusados, más órdenes de detención, estas últimas a cargo de Interpol, que jamás se concretaron.

En 2015, el entonces titular de la Corte, Ricardo Lorenzetti, dijo que la sentencia dictada por el Tribunal en 1999 era “cosa juzgada”. No lo era. Aquella sentencia estaba destinada a delimitar la responsabilidad, y dictó la absolución de una mujer iraní a la que habían vinculado falsamente con el ataque. Firmada por los jueces Enrique Petracchi, Elena Highton de Nolasco, Carlos Fayt, Juan Carlos Maqueda, Raúl Zaffaroni, Carmen Argibay y el propio Lorenzetti (junto al juez Maqueda los únicos que integran aún la Corte), aquel fallo dispuso antes que una cosa juzgada, que la investigación debía seguir adelante según los elementos que se habían descubierto: que el atentado había sido obra de la Jihad Islámica, brazo armado de Hezbollah, y que fue hecho por una Ford F-100 comprada a un fotógrafo policial por una persona que exhibió un documento a nombre de un ciudadano brasileño llamado Elías Griveiro Da Luz. La Corte dio incluso algunos datos curiosos de la compra venta de la camioneta. Revela que, según el testimonio del vendedor, cuando le pidieron al comprador el documento para fotocopiarlo; “(…) Da Luz quien ya se encontraba dentro del rodado, en tono jocoso prometió que lo aportaría al día siguiente luego de lo cual partió raudamente a bordo del vehículo para no regresar, llevándose a la vez una tarjeta comercial del negocio”.

Por cierto, el documento era falso y la investigación nunca supo, ni jamás averiguó, quién era Da Luz. Y tampoco supo, ni averiguó, dónde estuvo estacionada la camioneta desde la compra por el enigmático y supuesto brasileño, el 24 de febrero de 1992, hasta el 17 de marzo, día del atentado. La investigación de la Corte tampoco supo, ni averiguó, quiénes y de qué manera habían colaborado en el país con los terroristas de Hezbollah en la logística y en la posterior cobertura del ataque a la Embajada.

La Embajada de Israel funciona hoy en el décimo piso de la Torre La Buenos Aires, en la Avenida de Mayo. El sitio donde se alzó hasta 1992, es hoy una plaza destinada al recuerdo. Se preservó una parte del muro original, en una placa están grabados los nombres de las víctimas y dos hileras de árboles crecen por sus vidas rotas. Como todos los 17 de marzo, hoy va a celebrarse allí un acto cargado de emoción.

A treinta años, es también el aniversario de una vergonzosa frustración.

Fuente: Infobae

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