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El calvario de una sobreviviente de la ESMA: violencia sexual de los represores y el estigmas

CIUDADANOS 24/03/2022 Mariana FERNÁNDEZ CAMACHO
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Para construir la historia ubicamos los acontecimientos en una cronología, en un tiempo que al transcurrir ordena en meses, en años, en siglos, y posibilita distinguir el antes del después. Así es como solemos repetir que la última dictadura cívico-militar tuvo lugar en Argentina entre marzo de 1976 y diciembre de 1983. Siete años y nueve meses de horror, hasta la asunción democrática de Raúl Alfonsín. Pero ¿cuándo terminó efectivamente el horror? ¿Qué día puntual del almanaque le puso fin al miedo, a la angustia, a la sensación de pausa obligada? ¿Cuándo se recuperó el control de las propias vidas?

“Mi vida no fue más mi vida. Cuando me soltaron de la ESMA muchos de mis amigos ya no estaban. Algunos en el exilio, otros desaparecidos. Me mudé de provincia, cambié de carrera... cambié todo y siempre sentí que mi vida se atrasó 10 años. Todas las cosas que hubiera hecho a los veintis años las hice a los treintis: recibirme, casarme, tener hijos. Mi sensación es que estuve en suspensión, como congelada. Viví tratando de pasar desapercibida, en secreto”.

 
Laura Reboratti se presenta como sobreviviente de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro clandestino ícono del terrorismo de Estado por el que pasaron más de 5000 personas que continúan desaparecidas. Entre las particularidades de este eslabón imprescindible del plan sistemático de secuestro, tortura y exterminio se destaca el funcionamiento de una maternidad, donde nacieron al menos 34 bebés. La mayoría fueron apropiados.

“La dictadura fue la destrucción de un proyecto de vida, para mí e imagino que para la sociedad. A nivel personal porque cuando me secuestraron tenía 20 años; estaba trabajando, estudiaba Agronomía, tenía novio. Un proyecto de vida interesante. Pero cuando volví a la vida ya no pude hacer lo que hacía antes. Tuve que reinventarme una vida, especialmente porque no podía decirle nada a nadie”.

Laura estuvo cautiva en la ex ESMA del 6 al 27 de julio de 1976. Una patota llegó a su casa para secuestrar a su hermano. Como no estaba, Laura fue la presa consuelo. “Soy de las viejas, de las antiguas prisioneras”, dice y sonríe. Sonríe con la mirada clara. Y habla suavecito, despacio, como eligiendo frases que hagan digerible la narración de los espantos.

“Yo no tenía militancia. El militante era mi hermano. Y todo consistió en tratar de indagar sobre él. Una noche me levantaron del colchoncito donde estaba tirada para llevarme a lo que supuse que era una oficina. Tenía la capucha puesta, no veía nada, pero mi sensación fue que había un escritorio y del otro lado un señor, con voz grave y exceso de perfume. Lo trataban de ‘jefe’. Nunca supe quién era. Recuerdo que primero me preguntó cómo me habían tratado y después dijo: ‘Espero que no vuelvas a ser montonera”. Al rato me devolvieron mi cartera con mis documentos. La plata no. Y me subieron a un auto donde estaba Francis Whamond, que era uno de mis represores. Ordenó que me quitara la capucha y las esposas -yo estaba tan flaca que me las sacaba aún cerradas- y preguntó a dónde quería que me dejaran”.

El destino fue la casa de unos primos, el punto de reunión donde la familia esperaba sus llamados, la señal de vida tras la desaparición. Cuando la reconoció a través de la mirilla de la puerta, la prima de Laura preguntó si estaba sola.

“Ellos tenían miedo y no me recibieron con contención. Fue un cimbronazo fuerte la pregunta de mi prima sobre si estaba sola. ¿Si hubiera estado con los milicos no me abrían? A los pocos meses de mi liberación, para seguridad de la familia, me llevaron a vivir a Goya en Corrientes, de donde es mi familia paterna. Estuve allá nueve meses. Primero paré en la casa de mi madrina, la hermana de mi papá, que era viuda. Pero pronto tuve que mudarme con otra tía que tenía marido porque el comentario del pueblo era: ‘Pobre Tota, le llevaron una guerrillera a vivir a su casa’.

Haciendo oídos sordos al run-run, los familiares de Goya le consiguieron a Laura trabajo como empleada en una farmacia, la vincularon con amistades y la sumaron a la vida social. “Si bien esa parte de la familia no comulgaba ideológicamente conmigo fueron los que realmente me brindaron contención. Me recibieron sin preguntar nada, sabiendo el riesgo que corrían, y me dieron trabajo, amistad y cariño”.

Tener la boca llena de palabras prohibidas, de relatos que no podían ser contados. No todavía.

“No había manera de compartir lo que había vivido porque era peligroso. Fueron años de silencio y de tener todo guardado. Pero además en aquel momento que no me preguntaran también implicaba que no me estaban juzgando. Mi familia cercana, con la que sí tenía compromiso político -mis padres, mis primos-, pensaban que yo había colaborado con los militares, que seguía colaborando y que por eso me habían largado, entonces no les resultaba confiable. El estigma de ‘por algo salió' fue algo que sostuve en mi espalda durante muchísimos más años de los que duró la dictadura. Entre los propios compañeros estaba la sospecha de que quienes sobrevivimos habíamos colaborado. Eso fue muy muy duro. Yo sentía que era una bolita de mierda y que a donde iba me esquivaban. Seguí viviendo en tremenda soledad”.

Ser mujer detenida, ser mujer liberada

Cargar, encima, con el mote de traición. La reversión moderna del beso de Judas se instaló sobre varones y mujeres. En la mira. Tanteados y tanteadas por ese changüí de vida que fortuitamente les habían regalado. Sin embargo, volver de un centro clandestino siendo mujer generó un sentido distintivo.

“La sospecha con nosotras era si habíamos sobrevivido por alguna participación amorosa con los represores. Y nunca me pareció justo porque creo que solamente quienes estuvimos desaparecidos podemos entender lo que significaba hablar o no hablar. Y porque cada persona tiene estrategias y resistencias diferentes. No todos pueden sobrellevar las cosas igual. De ahí que dolieran tanto las sospechas y las acusaciones”.

La marca especial de “ser mujer” en libertad se hizo notar enseguida. Pero fueron necesarios bastantes años para reconocer las violencias de género y sexual sufridas durante la detención. Lo que significó “ser mujer” en los centros clandestinos de tortura y exterminio que regenteaba la Junta Militar.

“Recién cuando compartimos entre nosotras lo que vivimos adentro logramos salir de ahí dentro. Cuarenta y pico de años después. Antes no podíamos: era algo tan íntimo, tan vergonzante. Desde lo básico, como haberme tenido que bañar desnuda de espaldas con un montón de chabones cogoteando, mirando; o las chicas que vivieron situaciones de extrema violencia sexual. Y no importa cuál de las historias te tocó, todas se debieron a que fuimos mujeres detenidas. Nos pasaron a todas y eso nos aúna, nos hermana, nos relaciona con el concepto nuevo de sororidad”.

Tiempo de encuentros

El reparador tiempo de encuentros entre las sobrevivientes tuvo como marco la organización de la muestra Ser Mujeres en la ESMA II, que estará montada hasta el 28 de julio en el Museo Sitio de Memoria ESMA.

La iniciativa -organizada por el Museo y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) con financiamiento de la Embajada de Alemania en Argentina- se propuso reflexionar desde una perspectiva feminista sobre las consecuencias en la vida de las mujeres luego de salir de la ESMA. ¿Cómo reconstruyeron los vínculos familiares y sus proyectos de vida?, ¿cómo enfrentaron los estigmas de haber sufrido y haber padecido -casi en la totalidad de los casos― violencia sexual?, ¿cómo las afectó el silencio y la falta de escucha?, ¿cómo fue para ellas participar en los juicios?

Laura fue una de las que se animó a releer su historia en clave de género.

“La muestra permitió el encuentro entre nosotras, en un contexto histórico atravesado por el feminismo y la reivindicación de género. Las concepciones del ‘76 no tienen nada que ver con las actuales. Resignificar, entonces, algunas vivencias nos dio coraje para contarlas. Empezamos a desnaturalizar y a valorar distinto lo que habíamos vivido, en consonancia con lo que está sucediendo con las jóvenes y las luchas de la mujer. Muchas nos revisamos, nos volvimos a mirar, y fue un alivio poder decir, poder pensar y entender que lo que nos pasó tuvo que ver con que éramos mujeres. Pero no porque provocáramos situaciones o fuéramos culpables o cómplices. Al contrario, por la concepción machista y patriarcal los milicos se ensañaron con nosotras. Es un alivio entenderlo y, sobre todo, darnos cuenta de que la sociedad ahora lo entiende así. Finalmente, ya no nos culpabilizan”.

Tiempo de encuentros que actúan como puntal. Apoyo, sostén que protege y ayuda a curar.

“A partir de participar en Ser Mujeres en la ESMA II pude hablar con mis cuatro hijas. Yo nunca les había contado ciertas cuestiones íntimas de lo que me hicieron estando detenida. Tampoco lo conté en los juicios. Era un tema tremendamente tabú. Pero a la vez lo sentía una deuda. Y la charla con mis hijas fue maravillosa, de gran amorosidad. Incluso, liberadora. Hoy me siento más libre”.

La muestra puede visitarse de martes a domingos de 10 a 17 horas. El último sábado de marzo se realizará una edición especial que incluirá una maratón de diálogos breves con cuatro mujeres sobrevivientes y cuatro mujeres jóvenes.

Fuente: Infobae

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