google.com, pub-4701688879962596, DIRECT, f08c47fec0942fa0






 

Censura, amenazas y espías: la frustración de los periodistas que cubrimos la guerra de Malvinas

CIUDADANOS 03/04/2022 Alberto AMATO
RTHRICAOK5EEZDLL6OVZW7Q3PY

Fue tan grande la frustración, tan amarga la decepción que, por sobre las emociones, los sentimientos y hasta las ideas sobre la guerra de Malvinas, lo que perdura en muchos de los periodistas que creímos que íbamos a cubrir el conflicto es haber hecho en cambio el tristísimo papel de tontos, la mayoría en Comodoro Rivadavia y todos en diferentes puntos del sur del país.

Un ejemplo, de los tantos que la memoria retiene, obcecada, en su lucha contra el rencoroso olvido que pugna por borrarlo todo. Como responsable de la prensa acreditada en Comodoro, figuraba el coronel Esteban Solís, un experto en desinformación que después del conflicto escribió un libro Lo que no se sabe de Malvinas y que debió llamarse “Lo que callé de Malvinas”, dada la índole de su autor.

 
El tipo había sido observador militar durante la Guerra de los Seis Días entre Israel y Egipto en junio de 1967. Y narraba que, junto a sus colegas, habían detectado cómo un grupo de tanques israelíes pasaban indemnes por el centro de una formación egipcia. Era una historia apasionante. Pero Solís la contó cuarenta y ocho veces en menos de sesenta días, lo que pasó a ser una fatalidad.

Uno de esos días, cuando ya había estallado la guerra luego del ataque británico del 1 de mayo, Solís citó a toda la prensa acreditada en Comodoro, y éramos muchos, al salón donde cada tarde, cerca de las 15, daba su habitual conferencia de prensa que reiteraba las noticias que ya habían dado por la mañana las radios de la Capital Federal. Esta vez, la convocatoria nos juntó a todos, prensa escrita, radial, televisiva, camarógrafos y fotógrafos, porque Solís iba a anunciar quiénes serían designados para viajar a las islas en un Hércules C-130 que partiría a la mañana siguiente.

La conferencia de prensa empezó puntual, escuchamos pacientes la resabida historia de la Guerra de los Seis Días y al cabo de una media hora, el coronel anunció que la lista recién se conocería mañana y que el avión despegaría pasado mañana. En ese lapso en el que toda la prensa estuvo encerrada, llegaron al aeropuerto los primeros heridos de guerra que fueron transportados en secreto y sin testigos al hospital de la ciudad. Mi colega de El Día de La Plata, Marcelo Hortale, que había hecho famosa una intrigante muletilla que decía: “Todo esto es muuuuy oscuro”, reflexionó con sabiduría: “Si así nos tratan a nosotros qué no harán con los colimbas en Malvinas”.

Otro ejemplo. Un día de mayo, con la guerra ya lanzada, llegó a Comodoro el jefe de la Fuerza Aérea y miembro de la Junta Militar, brigadier Basilio Lami Dozo. Media hora antes de su llegada, el imbecilismo militar nos estrechó la mano. Uno de los oficiales se acercó a los periodistas que esperábamos a Lami Dozo y ordenó: “Está prohibido hacerle preguntas al señor comandante. Miren que, de día, yo soy (y dio su nombre, apellido y grado), pero de noche soy Capucha”, con lo que auguraba un futuro secuestro y probable desaparición al insolente que se atreviese a desafiar su disparate. La dictadura ni siquiera se preocupaba ya por ocultar lo que había empezado a ser inocultable.

Recuerdo que, al escuchar al energúmeno, el fotógrafo Rafael Wollmann, que había tomado las fotos del desembarco argentino en Malvinas y la posterior rendición de la guarnición militar británica, dejó caer su cámara y dijo: “Así no se puede trabajar”. Capucha, inmutable. Total, que Lami Dozo llegó, salió del hall central del aeropuerto, vio a la tribu de prensa a su izquierda y se acercó: “Buen día muchachos, ¿cómo la llevan?”. Las preguntas y respuestas duraron veinte minutos sin que Capucha se pusiera colorado.

Rogábamos en todos los tonos, y hasta exigimos cuando nos fue posible, tampoco podías hacerte mucho el guapo, que nos llevaran a Malvinas y por cualquier medio. Ni siquiera te daban razones. Se escudaban en las órdenes de la superioridad, que era nadie: no sabías si esa superioridad estaba en Buenos Aires, en Comodoro o en las Islas; los negadores tampoco lo sabían muy bien. O se escudaban en la seguridad: no queremos, decían, que arriesguen sus vidas. Todavía no sabíamos que la dictadura había asesinado a casi un centenar de periodistas, pero esos tipos decían que querían protegernos.

Algunos, que éramos jóvenes todavía, habíamos estado no digo ya en una guerra, pero sí donde, por lo que fuere, habían caído cerca algunas bombas. Los que eran un poco más veteranos, también habían cubierto conflictos armados en el continente, en Europa y en Asia. Pero Malvinas nos estaba vedado, clausurado. Cuando se hizo evidente que nadie iba a viajar, los días se hicieron tediosos, las noches opacas y la bronca persistente porque entendimos con claridad que la dictadura había puesto en las islas a los profesionales en los que, por lo que fuera, más confiaban.

Malvinas era un secreto prohibido desde antes del 2 de abril de 1982. A principios de marzo, en Mendoza, se celebró ese año la Fiesta de la Vendimia bajo el lema “Mendoza… mi tierra”. En uno de los almuerzos a la prensa ofrecido por el interventor de la provincia y una bodega, se sentó frente a mí Jeremy Morgan, de The Guardian, de Londres. Era un tipo simpático, delgado, muy activo, creo recordarlo pelirrojo, con un dominio del español que ya lo querría yo para mi inglés balbuceante. Le pregunté cómo era que había elegido ser corresponsal en Buenos Aires, cuando había otros destinos acaso más tentadores. Y Jeremy me contestó “Me gusta mucho el tango, las chicas argentinas y quiero estar aquí cuando ustedes invadan Malvinas”. Pensé en que había que sacarle el vino a ese muchacho, antes de que nos metiera en problemas.

Pero un par de días más tarde, entrevisté en su finca mendocina a Alejandro Orfila, que era secretario general de la OEA. La idea era que Orfila hiciese un balance de su gestión al frente del organismo. Yo trabajaba entonces en la revista Gente, que no parecía el ámbito ideal para un reportaje de ese tipo. Recorrimos su finca, me mostró un árbol histórico donde, dijo, había descansado San Martín antes de largarse a cruzar los Andes, hizo luego un breve balance de su gestión que había atravesado los gobiernos de Gerald Ford, de James Carter y atravesaba el de Ronald Reagan en Estados Unidos y el de Isabel Perón y el de la dictadura militar en Argentina. Y en determinado momento, me dijo, y cito textual: “Y yo no querría abandonar mi cargo en la OEA sin ver antes flamear el pabellón nacional en las Islas Malvinas”.

Cuando estalló el incidente de los chatarreros en las Islas Georgias, pedí a la dirección del semanario que me enviase a Malvinas. Fue mi primer no, esta vez previo al conflicto. Días después del desembarco argentino, pasé a trabajar en La Semana, que dirigía entonces Samuel Gelblung, que me puso de inmediato en Comodoro Rivadavia y a mi suerte. Mi suerte, y la de mis colegas, era mala. Éramos seguidos en las noches por los servicios de inteligencia de alguna de las fuerzas armadas que, además, no se preocupaban demasiado por disimular.

Mi colega reportero gráfico en esos días era Carlos Goldín, un joven alto, rubio, con un inglés perfecto que traducía lo que yo no entendía de las canciones simples de John Denver, que por entonces escuchaba con cierta devoción. Una noche, Goldín, harto del seguimiento de los espías nativos, los encaró en la oscuridad de una calle ventosa de la ciudad: “¡Soy rubio pero no soy inglés, pelotudo!”, invocación a la que nuestros seguidores eludieron de modo literal: nos pasaron por el costado y se perdieron en las sombras.

Después optamos por el diálogo. Íbamos a matar las largas horas de la noche en un bowling cercano al Hotel Comodoro, seguidos por los espías, no siempre los mismos, hasta que los invitamos a un petit torneo periodistas versus fuerzas armadas, vamos, civiles versus militares y a ver qué pasaba. Los seguimientos al bowling se suspendieron, no sé si cesaron.

Aquel era un mundo precario en comunicaciones. Ni sombra de telefonía móvil, de Internet, de email o de Whatsapp. Éramos pioneros. Todavía se hablaba desde y hacia el interior del país a través de las telefonistas de Entel. “¿Qué demora hay con Buenos Aires, señorita?”. “Cuatro horas, señor…”.

Era así. En el gran salón, ¿era un gimnasio? donde el coronel Solís contaba todos los días su historia de la Guerra de los Seis Días, estaban las operadoras de Entel: unas santas que tenían que lidiar con las fobias, las manías y las urgencias de los periodistas, hasta que una de ellas admitió una tarde que todas nuestras llamadas eran vigiladas por los militares. La noticia enfureció a Carlos Marcelo Thiery, de Clarín, el más vehemente de los enviados especiales, que expresaba a gritos su frustración a cuanto oficial se le cruzara por el camino y que una noche, desencajado, me invitó a que lo siguiera para ver “algo que nunca viste”: en las mesas de ruleta del casino del hotel Comodoro, se apostaba muy fuerte, a veces pequeñas fortunas, mientras en las islas la guerra recrudecía.

Regresé a Buenos Aires a principios de mayo, por pocos días y después del hundimiento del crucero General Belgrano que había tendido un manto de sombría apatía sobre todo el sur. Aproveché para pelear por lo que siempre pelea un periodista, diez líneas más, una foto más chica. Al menos en esa época se peleaba también por eso. Me escarmentaron. Me hicieron participar de un cierre de la revista bajo censura de guerra: un disparate grande como un pino.

Las páginas del semanario se diagramaban en hojas pautadas, con el espacio asignado a los textos y las fotos. Era, en cierto modo, una ilusión visual, el esqueleto del contenido. Pero había que llevar esas páginas, las fotos a publicar y el contenido, al Comando en Jefe del Ejército. Allí se leían los textos, si es que habían sido escritos y, si no, se enviaban más tarde, se fotocopiaba todo, incluidas las fotos en blanco y negro y color, con sus epígrafes. Mientras una radio a todo volumen mantenía contacto permanente con Malvinas, en aquel salón delirante del Edificio Libertador todo era sellado, firmado y las fotocopias devueltas a los periodistas: los originales quedaban en manos militares. De allí en más, no se podía modificar nada: ni una foto, ni un título, ni un epígrafe. Ni una coma. Nada. Las consecuencias de quebrar lo firmado iban desde el posible cierre de la publicación, hasta la probable cárcel de quienes fuesen responsables de la alteración.

Recuerdo que el 9 de mayo murió en Buenos Aires Nélida Lobato, una talentosa bailarina y actriz que nos había deslumbrado con su versión de la comedia musical “Chicago”, entre otras obras teatrales. Quien era su pareja entonces, el actor Víctor Laplace, la había despedido ahogado por la angustia, como señalaba una excelente foto de aquella lluviosa mañana. Lo lógico era “correr” toda la edición un par de páginas y dedicarle a la señora Lobato la despedida que merecía porque era, además, una mujer de gran calidez. Inútil. Ni siquiera se podía reubicar el material aprobado y tampoco estaba permitido cambiar la numeración de las páginas, que hubiese sido lo más práctico, que ya habían sido vistas por la censura. Parecerá tonto, pero era preferible ser seguido por los servicios en Comodoro, y hasta parecían más útiles las charlas del coronel Solís y su guerra, antes que el infierno censor de Buenos Aires.

Regresé a la impotencia con un encargo: la mamá de un soldado destinado en Comodoro, ligada a la editorial en la que yo trabajaba, me dio un encargo para el hijo: comida, abrigo, unos pesos. Localicé al chico, que vino a verme al hotel. Le cedí mi habitación para que se diera, por fin, un baño caliente y lo invité a comer en la temprana tarde noche sureña: diez minutos después nos habían rodeado dos oficiales y un suboficial que me acusaban de pretender sacar información del soldado. Para esa gente, éramos el enemigo. ¿Cómo pretendíamos que nos llevaran a las islas?

Aquella era una hostilidad no correspondida por la prensa. Una noche, acompañado por oficiales de la Fuerza Aérea, vimos a dos pilotos de un país hermano con su uniforme de combate, subir al ascensor del hotel. Nos agolpamos todos en espera de su descenso a la planta baja, que se produjo una media hora después, con un pálido jefe de grupo que rogó: “Muchachos, si sacan una foto, o mencionan algo de esto, tenemos un quilombo tremendo”. Ningún reportero tomó la foto, nadie hizo mención al episodio y aún hoy, cuarenta años después, y cuando la nacionalidad de aquellos pilotos es fácilmente detectable, prefiero mantener la reserva que prometí entonces.

Un día, se anunció la llegada de un rabino para celebrar una ceremonia religiosa para los soldados judíos apostados en Comodoro Rivadavia, que de alguna manera, eran herencia de “Los gauchos judíos” que había inmortalizado Alberto Gerchunoff. Uno de los miembros de la colectividad cedió su casa para la ceremonia, casa que se convirtió en un templo porque “el templo está donde está la Torá”, dijo el rabino. Era Baruj Plavnick, un tipo extraordinario, que murió el año pasado, a los setenta años y por coronavirus.

Recuerdo la historia que narró aquella tarde, seguida con fervor por los soldados y con un poco de ignorante imprudencia por quienes no éramos judíos. Plavnick contó, con mejores palabras, que en medio de la noche, un hombre que camina por un estrecho sendero, ve venir a lo que, intuye, es un monstruo. Ya no puede volver a atrás y debe enfrentarlo en un vecino espacio breve, iluminado por la luna. La claridad le revela que el monstruo que había intuido, era otro hombre que también había temido ir al encuentro de una fiera. Hacía falta coraje para contar aquello y en aquel momento.

Todas nuestras notas eran sobre los lejanos arrabales de la guerra. En las islas se combatía con una fiereza que no podíamos registrar, ni narrar, y en el continente todo era notas de color y silencio: no podíamos entrevistar a los pilotos de la Fuerza Aérea que regresaban al continente después de sus combates.

Poco a poco, los encuentros con las autoridades militares se espaciaron en proporción a la certeza de que no íbamos a viajar nunca a Malvinas, y que todo iba a quedar en voz y en manos de los periodistas que había elegido la dictadura. Ni siquiera se nos permitía, bajo censura de guerra, revelar los rumores que circulaban en las ciudades del sur: el desembarco de comandos ingleses en estancias empáticas; la incursión de un helicóptero Sea King, que había caído en Chile baleado en territorio argentino por soldados de un regimiento fantasma y el destino de sus pilotos, puestos a salvo acaso por las fuerzas armadas chilenas; el equipo de demolición británico que había intentado meterse en las entrañas de la base donde reposaban los aviones Super Etendard de la Armada que portaban los escasísimos misiles Exocet… ¿Qué era todo eso? ¿Rumores, habladurías, inventos, certezas?

Avanzado mayo, no lo recuerdo con certeza y no quiero consultar mis viejas notas de hace cuarenta años, pero diría que fue después del 22, luego del ataque de la aviación naval a la fragata inglesa Ardent, sobre el estrecho de San Carlos, sonó la alarma de combate en Comodoro Rivadavia. Eran las diez de la noche. Con la alarma, un apagón sumió en las sombras a la ciudad. ¿Nos atacarían los británicos? Los reporteros y camarógrafos salieron a la calle a registrarlo todo, detrás, los escribas, como Homero en Troya, para registrar los lances de aquella Ilíada sin destino, que no nos quería ni como dudosos Homeros, ni como testigos, ni como nada.

No atacaron los británicos. Pero podrían haberlo hecho: éramos un blanco fácil. Pese a las recomendaciones de que, ante una alarma y un oscurecimiento, los autos se detuvieran al costado de calles y rutas y apagaran sus focos, aquella noche de mayo los accesos a Comodoro Rivadavia estaban iluminados a pleno por los autos que llegaban a la ciudad y a los que les importaba nada aquella guerra. Muchos de aquellos conductores tenían planeado apostar fuerte esa noche en el casino del Comodoro.

Después, la leyenda urbana, o naval, diría que aquella noche, en Rada Tilly, a quince kilómetros de Comodoro y sobre el Atlántico, al menos dos buques británicos se habían acercado en silencio a la costa, y que en apenas un instante habían encendido todas sus luces e iluminado a día aquel pedacito del país, las habían apagado luego y se habían retirado tan en silencio como habían llegado. Como era imposible chequear nada, contrastar el más leve informe, comprobar la más banal investigación, el rumor se hizo leyenda. Malvinas fue la guerra del silencio, salvo por la triunfal estridencia inicial de la Junta Militar y de buena parte de la población.

Volví a Buenos Aires el 10 de junio, un día antes de la visita de Juan Pablo II, para verlo entrar en la Casa de Gobierno, con unos zapatones que retumbaron como cañonazos en el parqué del Salón Blanco, y dirigirse a los miembros de la Junta Militar, Leopoldo Galtieri, Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo. Escribí mi crónica ese mismo día; las primeras palabras del Papa en Ezeiza fueron; “¿Puedo hablar?”, ¡cómo olvidar semejante bocadillo! Nadie podía hablar, Santidad, sólo usted.

Y luego partí de nuevo a Comodoro para llegar de alguna manera a Punta Arenas, Chile, para chequear algunos datos. Viajamos en un auto alquilado y por la Patagonia helada y desolada junto a mi colega, el fotógrafo Daniel “Pato” Giacometto.

En Punta Arenas nos topamos con un mini ejército de militares y espías del régimen de Pinochet. Esa es otra historia. Solo puedo decir, con piedad, que no era gente agradable. Nos interrogaron como a presos, porque según uno de ellos, “Esto es una guerra, po”. Eran incansables y nosotros empecinados. Parte de la flota chilena estaba anclada cerca del puerto en una ciudad que parecía que había sido militarizada de golpe. Lo que supimos fue que el famoso Sea King británico, baleado sobre territorio argentino sí había aterrizado cerca de Punta Arenas y, sí, tenía a su cargo una misión secreta. Sus ocupantes lo habían destruido y no se sabía nada de ellos. O las autoridades chilenas decían que nada se sabía de ellos.

El 15 de junio estábamos en Ushuaia, dispuestos a regresar al día siguiente a Comodoro. Cerca de las diez de la noche, en un restaurante de la ciudad castigada por la nieve, escuchamos la voz ronca de Galtieri exclamar: “El combate de Puerto Argentino ha finalizado”.

¿Cómo que ha finalizado? ¿Cómo fue que terminó? La respuesta, que ya conocíamos, no la iba a dar Galtieri.

Aquella guerra de silencios también había terminado.

Si alguien quiere saber cómo fue que hubo más periodistas argentinos en Ucrania que en Malvinas, esta es parte de la respuesta.

Fuente: Infobae

Últimas noticias
Te puede interesar
Lo más visto
google.com, pub-4701688879962596, DIRECT, f08c47fec0942fa0