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La caída de Justin Trudeau, el icono de la progresía posmoderna

INTERNACIONALES José María Ballester Esquivias*
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La fase final de la caída de Justin Trudeau empezó a fraguarse a mediados de diciembre: deseoso de remodelar su Gobierno, el aún primer ministro de Canadá asumió dos riesgos simultáneos en relación con la ministra de Finanzas, Chrystia Freeland, igualmente viceprimera ministra; era, por lo tanto, un pilar de su Gobierno. En la primera parte de la maniobra, Trudeau intentó nombrarla titular de Relaciones entre Canadá y Estados Unidos, una cartera irrelevante, para sustituirla por la antigua gobernadora del Banco de Canadá.

Anunció esta medida el viernes, mientras que el lunes siguiente Freeland debía presentar unos Presupuestos cuyas orientaciones no compartía en absoluto. Entre otras cosas, porque aumentaba el déficit. La maniobra, según el guion de Trudeau, continuaría con Freeland tragándose ante la opinión pública el sapo presupuestario, justo antes de ser despedida. Una humillación a modo de adiós.

Pero con lo que no contaba Trudeau es que Freeland, una mujer que le había sido absolutamente leal hasta la fecha desbaratara sus planes, dimitiendo 20 minutos antes de presentar los Presupuestos. La cruel réplica de la ministra, digna de una llave de judo, cogió desprevenido a un Trudeau que aún no había designado públicamente a la sucesora.: Freeland, queriendo o no, ha precipitado el final de la década de Trudeau al frente de Canadá.

Mas el mandatario llevaba ya un tiempo debilitándose a sí mismo. Ya en 2019, cuatro años después de su llegada al poder, a través del escándalo Snc-Lavalin, relacionado con las presiones a Jody Wilson-Raybould, a la sazón ministra de Justicia, para que interviniera en un procedimiento judicial que afectaba a aquella empresa, referente planetario en ingeniería y construcción, afloró una primera controversia que mancillaba el relato de mandatario pulcro que había permitido a Trudeau ganarse la confianza de los canadienses. Más adelante, la más que discutible gestión de los fondos destinados a la ONG WE Charity, en la que estaba implicada su familia, agravó la crisis de confianza para con su Gobierno. En todo caso, este nuevo escándalo apenas incidía en la popularidad general de Trudeau.

Las cosas empezaron a ennegrecerse en 2022, cuando surgió el «Convoy de la Libertad», versión canadiense de los «chalecos amarillos», iniciado por camioneros opuestos a las restricciones sanitarias. La movilización logró bloquear la capital, Ottawa, durante semanas y llamó la atención sobre un profundo malestar en ciertos sectores de la población, sobre todo en las zonas rurales. Aquí Trudeau cometió un estratégico error de apreciación al ignorar las devastadoras consecuencias económicas de la pandemia. Sin embargo, al año siguiente volvió a ganar sus terceras elecciones consecutivas, aunque con menos brío.

Esta relativa tranquilidad le permitía seguir cultivando su principal activo político, la imagen de icono político de la progresía planetaria, una fórmula aumentada y corregida de lo que en su momento representaron Bill Clinton, Barack Obama o Tony Blair, con su retahíla de políticas woke, de género −el apoyo al homosexualismo y al transexualismo alcanzó cotas jamás vistas en una democracia occidental, que ya es decir−, siempre dispuesto a dar lecciones de moral «posmoderna» con su sonrisa de anuncio publicitario y su tono buenista. Una tendencia en la que la que se empeñó de modo especial como contraposición a Donald Trump durante la primera estancia del magnate en la Casa Blanca. Ya no podrá reeditarla.

Atrás quedan también los tiempos en que logró una apabullante mayoría, era 2015, para un Partido Liberal que cuatro años antes había quedado en un bochornoso tercer puesto en la contienda electoral. La proeza asombró a medio mundo. Él lo sabía, empezó a sentirse por encima del bien y del mal: por eso, sin ir más lejos, en la primera cumbre de la Commonwealth en la que participó −era en Malta− tuvo la osadía de gastar una sutil broma a Isabel II, su superiora directa como Reina de Canadá. La soberana recogió el guante y le contestó con su hábil sentido del humor.

No podrá repetir la escena con Carlos III: sus gruesos errores le han pasado factura. También en el ámbito personal, donde su divorcio del pasado año con Sophie Grégoire echó por tierra otro de sus «mitos» cuidadosamente elaborado, el de la familia perfecta. Mas grave aún, se marcha tras haber conseguido resucitar al independentismo quebequés, justo lo que quería evitar.

*Para El Debate

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