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La Constitución como salvaguardia, no como pacto suicida: la necesidad de una interpretación viva y flexible

OPINIÓN 11/01/2024 Miguel Nathan Licht*
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A estas alturas nadie debería poner en controversia que la Constitución de un país es el pilar fundamental sobre el cual se construye el orden político y legal de una nación.

Sin embargo, existen dos concepciones opuestas sobre cómo debe entenderse y aplicarse la Constitución. Una de ellas, la concepción dura lex sed lex, aboga por una interpretación rígida y literal de la Constitución, considerando que cualquier desviación de su texto es un peligro para la estabilidad del país. La otra, más flexible y adaptativa, sostiene que la Constitución debe ser vista como un instrumento vivo y dinámico que se ajusta a las necesidades cambiantes de la sociedad.

Está línea de pensamiento estuvo magistralmente representada por la Corte Suprema en el caso “Peralta” donde, en 1990, la Corte se enfrentó al problema de decir sobre la constitucionalidad de la potestad presidencial de emitir decretos de necesidad de urgencia. Téngase presente que no existía una norma expresa que habilitase el ejercicio de esa atribución.

El reconocimiento de ello encontró fundamento en la tarea permanente de ¨constituir la unión nacional¨ y asegurar la supervivencia de la sociedad argentina. La sanción del decreto 36/90 fue vista como un capítulo actual de esa tarea.

La interpretación de una Constitución como una realidad viva implica que su significado y aplicabilidad no están limitados por la intención original de los redactores, sino que se adaptan a medida que cambian las circunstancias sociales, políticas y culturales. Esta perspectiva sostiene que una Constitución debe ser un documento flexible que refleje los valores y aspiraciones en constante evolución de una sociedad.

A lo largo de la historia, ha habido una serie de razones por las que la interpretación de la Constitución ha sido esencial y por qué el texto constitucional no siempre ofrece respuestas claras a las cuestiones importantes.

La visión de los ilustrados fundadores de nuestra Constitución, hábiles tejedores del destino de una nación naciente, se revela en su sabia comprensión de la necesidad de preservar un espacio para la flexibilidad en las generaciones venideras.

En la encrucijada de la historia, comprendieron que las circunstancias mutarían con el inexorable avance del tiempo y que su perspicacia no podría abarcar todos los problemas venideros. Como resultado, dieron forma a un documento que permitía cierta adaptación y reforma a lo largo de las eras, con el fin de enfrentar dilemas apremiantes y forjar una maquinaria gubernamental eficaz.

En su labor de cincelar las palabras de la Constitución, los eruditos de aquel entonces optaron, en muchas instancias, por redactar disposiciones generales y ambiguas en lugar de adentrarse de lleno en las cuestiones de mayor discordia. Tal elección se tejía con hilos de consenso, buscando evitar confrontaciones directas sobre asuntos específicos. Esta elección astuta en la redacción imprimió a la interpretación de estas disposiciones genéricas un papel preeminente, convirtiéndola en un requisito ineludible para la efectiva aplicación de nuestra Carta Magna.

El devenir de la sociedad, como un río que fluye imperturbable hacia el océano del tiempo, trae consigo problemas y desafíos en constante evolución. Lo que podría haber sido de relevancia suprema en la era de los forjadores de la Constitución, podría hallarse en la actualidad al margen de la prioridad. Este matiz crucial señala que el texto constitucional no siempre se erige como una respuesta inequívoca a los interrogantes y obstáculos contemporáneos que aguardan nuestra resolución.

La paradoja de la política argentina es que las concepciones más rígidas de interpretación constitucional son defendidas supuestamente por las huestes más identificadas con el pensamiento progresista. Para muestra basta con reparar en el magistral pensamiento de uno los filósofos conservadores más importantes del país, Andrés Rosler, que escribió en la red social X: “Milei ha provocado un sano renacimiento del formalismo jurídico, alejado de la voluntad popular y de los principios y valores de los funcionarios públicos. Solamente falta que alguien diga: “La ley es la ley”.

La relación entre la interpretación de una Constitución como una realidad viva y el pensamiento progresista es innegable. En nuestra jurisprudencia reciente encuentra su respaldo en las opiniones de los jueces Carlos Fayt y Enrique Petracchi. Ambas perspectivas comparten la idea fundamental de que las instituciones y leyes deben evolucionar para abordar las necesidades cambiantes de la sociedad. Si el pensamiento progresista busca la justicia social y la equidad, la interpretación viva de la Constitución facilita esta búsqueda al permitir la reinterpretación de disposiciones constitucionales para abordar desigualdades.

En sentido contrario, la concepción dura lex sed lex defiende una interpretación literal de la Constitución, sosteniendo que cualquier desviación de su texto es peligrosa y amenaza la estabilidad. Simplificando las cosas, según esta perspectiva, la Constitución es un pacto establecido en un momento específico de la historia y no debe ser modificado o reinterpretado en función de las circunstancias cambiantes.

Además, cualquier intento de ajustar la Constitución a las necesidades actuales se considera una traición a los principios fundacionales y un riesgo para el Estado de derecho. Tanto es así que, en última instancia, los defensores de esa idea abogan por la defensa de la tesis de la ley aunque el mundo perezca. Desde ese punto de vista, si permitimos que las leyes sean sujetas a cambios o excepciones bajo ciertas circunstancias, se socava la confianza en el sistema legal.

No obstante, esta perspicaz concepción plantea dilemas de considerable envergadura. En su inicio, presupone que los autores de la Carta Magna ostentaban un conocimiento absoluto de todos los enigmas que el porvenir acarrearía a la nación, lo cual se presenta ostensiblemente utópico. De igual manera, esta inflexibilidad no concede espacio para la aclimatación ante circunstancias excepcionales o emergencias, situación que podría llevar a la paralización del sistema legal en momentos cruciales.

En franca contradicción con la doctrina de dura lex sed lex, se debe alzar la voz en favor de considerar la Constitución como un artefacto protector y mutable. Esta visión postula que la sociedad y sus requisitos evolucionan con el transcurso del tiempo, y que la Constitución ha de poseer la flexibilidad suficiente para adecuarse a tales transformaciones sin menoscabar los cimientos primordiales.

Una interpretación animada de la Constitución reconoce que su enunciado actúa como una estructura global que ha de aplicarse con adecuación a los desafíos contemporáneos. Esto no implica un distanciamiento de sus principios cardinales, sino la exploración de modos para aplicarlos de forma efectiva en el contexto presente.

La Constitución de un país es un documento de suma importancia, merecedor de un profundo respeto y consideración. Sin embargo, no podemos concebirla como un tratado inmutable que obstaculiza la capacidad de adaptación a las cambiantes necesidades de la sociedad. Más bien, una interpretación viva y flexible de la Constitución se torna esencial para asegurar que esta perdure como un pilar de estabilidad y justicia en la democracia contemporánea.

A lo largo de la historia, hemos sido testigos de la evolución constante de las sociedades y sus desafíos. En este contexto, la Constitución debe ser capaz de evolucionar con el fin de seguir siendo relevante y eficaz. La rigidez y la inflexibilidad no deben ser enaltecidas como virtudes cuando se trata de la Constitución. Por el contrario, la capacidad de adaptación se revela como la clave para mantener su fortaleza y pertinencia continuas.

Debemos comprender que una interpretación viva no implica desviarse de los principios fundamentales establecidos en la Constitución, sino más bien encontrar maneras creativas y efectivas de aplicar estos principios en el contexto en constante cambio de la sociedad moderna. Es a través de esta adaptación que podemos asegurar que la Constitución siga siendo un faro de justicia y un garante de los derechos individuales en un mundo en constante evolución.

En efecto, la Constitución de un país es un documento fundamental que debe ser tratado con respeto y cuidado. Sin embargo, no debe ser considerada como un pacto suicida (Terminiello v. Chicago, 337 U.S. 1, 37 (1949) (Jackson, J., dissenting); que impide la adaptación a las cambiantes necesidades de la sociedad. Una interpretación viva y flexible de la Constitución es esencial para garantizar que continúe siendo un pilar de estabilidad y justicia en la democracia moderna.

La historia nos ha demostrado que las sociedades evolucionan y cambian, y la Constitución debe evolucionar con ellas para seguir siendo relevante y efectiva. La rigidez no es una virtud cuando se trata de la Constitución; la adaptación es la clave para su fortaleza y relevancia continuas. Así, el reconocimiento de facultades materialmente legislativas y jurisdiccionales en cabeza del Poder Ejecutivo, pero con control final por parte de los titulares de las competencias es una evidencia palpable.

Como subyace, el debate sobre si la Constitución de una nación debe interpretarse de acuerdo con su texto original o si debe evolucionar con el tiempo y adaptarse a las circunstancias cambiantes sigue siendo una cuestión central en la jurisprudencia constitucional. Para comprender este debate, es esencial explorar las dos principales corrientes de interpretación constitucional: el originalismo y el constitucionalismo evolutivo.

Este último considera que la Constitución debe adaptarse y evolucionar con el tiempo para reflejar las cambiantes circunstancias y valores de la sociedad. Según este enfoque, la Constitución es un documento vivo que puede cambiar y adaptarse sin necesidad de enmiendas formales. Los defensores del constitucionalismo evolutivo argumentan que la Constitución debe ser interpretada en el contexto de la sociedad actual y que debe aplicarse de manera flexible para abordar las necesidades y creencias cambiantes de las generaciones futuras.

En ese orden de ideas, el pragmatismo, una corriente filosófica originada en los Estados Unidos en el siglo XIX, propugna que la verdad o sentido de una idea o proposición reside en sus efectos prácticos. Aplicado al ámbito del derecho constitucional, implica una técnica interpretativa que concede gran importancia a las consecuencias prácticas de una interpretación legal. Este análisis aborda el pragmatismo como técnica de interpretación constitucional, evaluando sus ventajas, críticas y ejemplos en la jurisprudencia.

La interpretación pragmática de la Constitución se caracteriza por dar prioridad al estudio de las implicaciones que surgirían al adoptar una interpretación específica. En este sentido, el intérprete, comúnmente un juez o magistrado, no se limita únicamente al análisis de los textos legales, la historia o la doctrina, sino que considera las consecuencias prácticas que podría generar una decisión en la sociedad.

A todas luces, el principal beneficio de esta técnica es que facilita la adaptación del texto constitucional a las realidades cambiantes de una sociedad. Dado que las constituciones suelen ser documentos relativamente estáticos y difíciles de modificar, la interpretación pragmática ofrece soluciones más acordes con el contexto social contemporáneo y promueve decisiones que buscan el mayor bienestar para la sociedad. Es que, en efecto, al tener en cuenta las consecuencias prácticas se evitan interpretaciones que resultan perjudiciales o injustas para la colectividad.

Ahora bien, tanto es cierto que el pragmatismo permite flexibilidad en la interpretación, como que no debe socavar el Estado de derecho (ED) y el papel del PJ como árbitro neutral de las disputas (Breyer, 2008).

En contra del formalismo

En el campo del derecho, la creación y uso de conceptos jurídicos no solo es un medio para organizar y entender el vasto mundo normativo, sino que también sirve como una herramienta para facilitar la aplicación y el análisis de esas normas en casos concretos. Sin embargo, al igual que cualquier herramienta, es fundamental cómo y con qué propósito se utiliza.

Es que, en efecto, la formación de conceptos ahorra costos, por cuanto nos permite avanzar en la resolución de los problemas a partir de un bagaje preexistente y estructurado. (Rodríguez de Santiago, 2002, pp. 1281-1308). Sin embargo, la generalización lograda a través de la formulación de conceptos abstractos y de carácter general debe ser condescendiente con la naturaleza intrínseca de las personas.

En efecto, es imperativo que estos conceptos no se alejen de la realidad humana y social a la que sirven. Las leyes, y por ende los conceptos que las respaldan, no existen en el vacío. Tienen un propósito fundamental de servir a la sociedad y a las personas que la componen. De allí la importancia de que los conceptos jurídicos no sean fríos y deshumanizados.

Un buen ejemplo lo encontramos en una reciente sentencia de la Corte Suprema en materia de derechos laborales. Estaba en discusión la procedencia de la doble indemnización por despido por causa de matrimonio. El asunto encontraba su solución jurídica en el artículo 181 de la LCT que se encontraba dentro del título Trabajo de Mujeres.

La Corte Suprema encontró que la norma no se refería exclusivamente a las mujeres trabajadoras como beneficiarias de la protección especial que establecía. La sentencia resaltó que la interpretación restrictiva era contraria a la orientación defendida por la Corte Suprema, que sostenía que las leyes no debían interpretarse únicamente desde una perspectiva histórica, sino considerando las nuevas condiciones y necesidades de la sociedad.

Se argumentó que, dado el cambio en las dinámicas socioculturales donde los cónyuges compartían responsabilidades familiares por igual, no tenía sentido interpretar que los estímulos para el despido por matrimonio solo se aplicaran a las mujeres trabajadoras, excluyendo a los hombres.

Durante largo tiempo se consideró posible responder a todos los problemas del entramado social mediante la formulación de los afamados conceptos jurídicos [1]. Sin embargo, el sistema jurídico no puede articularse en torno a conceptos cerrados de aplicación binaria, ni abordarse con un método único y cerrado.

En el panorama jurídico contemporáneo, la adaptabilidad y flexibilidad son elementos esenciales para abordar la complejidad de una sociedad multifacética. La rigidez de conceptos jurídicos estrictos y aplicaciones binarias se revela como insostenible en un entorno caracterizado por la diversidad y la interconexión de sus elementos.

Este ensayo explora la importancia de la adaptabilidad, la pluralidad de métodos, el diálogo constante y la atención a la justicia sustantiva como fundamentos cruciales para comprender y aplicar el derecho de manera efectiva.

La complejidad del derecho

La riqueza del derecho reside en su capacidad para nutrirse de diversas disciplinas. La interdisciplinariedad no solo enriquece la comprensión de los fenómenos jurídicos, sino que también facilita soluciones más holísticas y equitativas. La pluralidad de métodos implica la integración de enfoques provenientes de la sociología, la filosofía, la economía y otras disciplinas, proporcionando una visión más completa y contextualizada de los problemas jurídicos. Esta diversidad metodológica fortalece la robustez del sistema legal al incorporar perspectivas variadas y enriquecedoras.

El derecho, lejos de ser una ciencia exacta, se revela como un constante diálogo entre diversos actores: juristas, legisladores, académicos y la sociedad en su conjunto. Este diálogo permanente es esencial para la adaptación del sistema legal a las cambiantes necesidades y valores de la sociedad. La participación activa de distintas voces garantiza un proceso más democrático y reflexivo, promoviendo la legitimidad y aceptación de las normas jurídicas. En este contexto, el derecho se convierte en una herramienta dinámica para la resolución de conflictos y la promoción del bienestar social.

Enfocarse exclusivamente en la rigidez de los conceptos jurídicos puede llevar a desatender la esencia misma del derecho: la búsqueda de la justicia sustantiva. La atención obsesiva a formalidades puede desviar la mirada de la verdadera finalidad del derecho, que es garantizar un orden justo y equitativo. La justicia sustantiva implica ir más allá de las apariencias legales y abordar las desigualdades estructurales y las violaciones fundamentales de los derechos humanos. La aplicación del derecho debe, por lo tanto, ser guiada por un compromiso constante con la justicia real y la corrección de las injusticias subyacentes.

Estamos ante un panorama en el cual el derecho constitucional no se limita a la mera interpretación literal de un texto, sino que se nutre y se redefine a través de los fallos judiciales que, con el tiempo, configuran un sólido andamiaje jurisprudencial. Así, los precedentes establecen pautas y directrices que guían la interpretación y aplicación del derecho en casos futuros, otorgando predictibilidad al sistema y adaptando el derecho a las circunstancias cambiantes.

Este enfoque dinámico, donde la Constitución escrita y la jurisprudencia convergen, es testimonio de un sistema jurídico robusto y flexible. Por un lado, conserva y respeta las bases y principios esenciales plasmados en el texto constitucional; por otro, reconoce y aborda las necesidades y desafíos contemporáneos a través del prisma de decisiones judiciales previas.

En consecuencia, se establece un equilibrio entre tradición y modernidad, permitiendo que el ordenamiento jurídico no sólo sea una referencia histórica, sino un instrumento vivo y efectivo para la justicia y el bienestar de la sociedad actual. Un vivo ejemplo lo encontramos en la doctrina del control judicial suficiente, el reconocimiento de competencias materialmente jurisdiccionales en las autoridades administrativas, la teoría de la delegación impropia de facultades legislativas y todo lo que se ha construido en torno al caso “Delfino” (CSJN Fallos: 148:430).

Los jueces, al abordar casos difíciles, deben recurrir a una variedad de fuentes del derecho y herramientas argumentativas aceptadas por la comunidad para tomar decisiones justas en cada caso. Aunque este proceso puede parecer vago y abierto, es lo que da sentido al derecho y a la justicia en nuestra sociedad. Por lo tanto, la irrupción de nuevos tópicos rara vez se produce mediante reformas formales.

Cuando un juez se enfrenta a un caso difícil, observa cómo los tribunales anteriores decidieron casos similares y asume que hará lo mismo en el caso que tiene ante ella. Si los precedentes son claros, no habrá lugar para un desacuerdo razonable sobre lo que dictan. Sin embargo, en los casos difíciles, el juez debe decidir qué hacer mediante un diálogo entre las distintas fuentes del derecho y utilizar herramientas argumentativas aceptadas por la comunidad. Aunque esto pueda parecer un sistema vago y abierto, es precisamente lo que da sentido al derecho y a la justicia en cada caso.

La dialéctica entre la concepción “originalista” de la interpretación constitucional y la teoría de una “Constitución viva” trasciende la mera esfera académica, adquiriendo implicancias profundas en la exégesis y praxis jurídica. Ambas corrientes epistemológicas buscan elucidar la correcta manera de interpretar un texto normativo concebido en un contexto histórico distante al contemporáneo.

La doctrina de la “Constitución viva” no otorga carta blanca al intérprete para actuar sin contornos definidos. Esta teoría defiende que la hermenéutica constitucional debe ser permeable a las vicisitudes y paradigmas cambiantes de la sociedad, sin desvincularse del todo del substrato histórico que le dio origen. El reto es comprender que un texto de naturaleza fundacional, como lo es una Carta Magna, debe ser interpretable a la luz de las necesidades evolutivas de una sociedad.

El originalismo, con su énfasis en la inmutabilidad del sentido originario de la norma, podría generar respuestas jurídicas que, si bien fidedignas al contexto histórico, no se adecuen a las intrincadas realidades del orbe contemporáneo. En cuestiones tales como las competencias legislativas, una postura excesivamente estática podría coartar respuestas innovadoras a los desafíos jurídicos actuales.

Además los adeptos al originalismo, pese a autoproclamarse fieles ejecutores de la literalidad normativa, no están exentos de influencias ideológicas. Aunque se presentan como neutrales y meros transmisores del mensaje original de la Carta Magna, es posible discernir en sus fallos y opiniones matices conservadores, que en ocasiones eclipsan una justificación genuinamente racional. En lugar de ser meros instrumentos de la ley, se convierten, quizás inadvertidamente, en actores que proyectan sus visiones particulares sobre el tejido jurídico.

En ese sentido, encuentro que la prudencia y el rigor son, por ende, indispensables al interpretar y aplicar el derecho, recordando siempre que el norte de todo jurista debe ser la justicia y la equidad. Es incontestable que una única norma jurídica generalizada no puede abordar adecuadamente la vastedad y sutileza de la realidad.

Así, en situaciones de particular dificultad, es necesario afinar y adaptar esa norma general para que se alinee con el prisma complejo de la vida cotidiana. Esta adaptabilidad señala que la doctrina constitucional no es estática; al contrario, es un organismo jurídico que se transforma y madura con el devenir del tiempo.

Consecuentemente, la historia, aunque instructiva, no ofrece recetas infalibles para solucionar problemáticas actuales. Pero, al mismo tiempo, es imperioso actuar con cautela. Una interpretación dinámica mal ejercida puede disfrazar cambios sustanciales en la norma, aproximándose peligrosamente a una modificación constitucional no explícita. Distinguir entre ambas situaciones es un desafío hermenéutico que requiere de rigor y perspicacia para preservar la esencia y autoridad de la Constitución.

Todas estas ideas no son meras elucubraciones filosóficas que no tienen ninguna repercusión práctica.

El reciente envío de la llamada “ley ómnibus” ha vuelto a poner en discusión el significado y alcance de la delegación legislativa en nuestro país. Un número significativo de personas considera que, después de la reforma constitucional de 1994, la única delegación de competencias legislativas que permite la norma constitucional es aquella que se ajusta al artículo 76 de la Constitución.

Esta interpretación podría llevarnos de vuelta a una comprensión anterior al caso “Delfino”, donde se reconoció la posibilidad de otorgar facultades delegadas al Poder Ejecutivo, manteniendo la distinción entre “hacer la ley” y otorgar “autoridad” para su reglamentación.

Lo curioso del caso es que en nuestro medio son los opositores al desmantelamiento del aparato interventor administrativo los que coinciden en sus posiciones jurídicas con los círculos jurídicos que en los Estados Unidos critican los casos en que las agencias administrativas se arrogan la autoridad legislativa para redactar e interpretar leyes. Más todavía, algunos juristas conservadores y la mayoría de los jueces conservadores han mostrado interés en revivir la doctrina de la no delegación, una doctrina que durante generaciones no ha sido una parte fundamental del derecho constitucional estadounidense.

Entiéndase que si un espectador americano, ignorante de la realidad política nacional, estuviera presenciando los debates parlamentarios pensaría que los libertarios son los progresistas y los progresistas los conservadores. Es que, en efecto, la doctrina de la no delegación limitaría considerablemente la capacidad del Congreso pues esto significa que el Congreso se vería obligado a asumir la mayor parte de la carga regulatoria por sí mismo o, en el contexto político actual, podría optar por abandonar por completo algunas funciones regulatorias.

Consideran amplios sectores de la academia, que solo está constitucionalmente habilitada la delegación impropia, siempre y cuando, cumplan con los siguientes requisitos: a) exista una situación de emergencia y/o debe tratar de materias de administración vinculadas con facultades de legislación; b) el Congreso establezca las bases de delegación; c) se fije un plazo razonable de ejercicio la facultad delegada; d) los decretos delegados sean controlados por el Congreso en los términos previstos por el art. 100 inciso 12 de la Constitución argentina y la ley 26.122.

El problema práctico de esta consideración es que todo el sistema regulatorio administrativo se basa en la delegación permanente de facultades legislativas, que no dependen exclusivamente del presidente. Además, las únicas delegaciones que fueron confirmadas en virtud de la cláusula transitoria octava se referían lógicamente a cuestiones administrativas.

Si se interpreta que el “apoderamiento” equivale a la delegación, entonces durante los últimos 25 años todas las regulaciones que no estuvieran estrictamente relacionadas con asuntos administrativos (por ejemplo, en áreas como la ley societaria, comercial, financiera, penal, etc.) estarían en conflicto con la Constitución Nacional.

Está a la vista de todos que este debate sobre la delegación de poderes y la deferencia a las agencias administrativas tiene implicaciones importantes para la manera en que se gobierna y regula, habidas cuentas de que, durante más de un siglo, los legisladores han abordado cuestiones complejas de gobernanza nacional mediante la creación de agencias reguladoras dentro del Poder Ejecutivo para abordarlas.

Esas agencias, facultadas con cierto grado de discreción, por ejemplo, liberan al Congreso de la carga de determinar qué medicamentos son seguros para el mercado y qué contaminantes no pueden liberarse al aire o al agua subterránea. Esta interacción entre el Poder Ejecutivo y Legislativo podría no ser exactamente lo que James Madison y Alexander Hamilton tenían en mente en 1789. Sin embargo, ha formado la base de la gobernanza estadounidense moderna.

Según la interpretación de la Corte Suprema, la Constitución prohíbe al Congreso delegar su autoridad legislativa de manera total y sin límites. Sin embargo, la Corte ha sostenido que el Congreso puede delegar cierta autoridad legislativa a las agencias federales siempre que proporcione un “principio inteligible” que guíe la implementación de la legislación.

En franca oposición, muchos parecen convencidos en la propuesta del juez Neil Gorsuch en orden a que solamente deberían permitirse las delegaciones de poder en circunstancias específicas, como completar detalles, hacer que la aplicación de una regla dependa de cierta investigación ejecutiva, o asignar responsabilidades no legislativas al Poder Judicial o Ejecutivo. Esta propuesta podría tener un impacto significativo en cómo se evalúan y regulan las actividades de las agencias federales.

El argumento de Gorsuch gira en torno a la suposición de que la doctrina de la no delegación refleja la comprensión de los Fundadores de la Constitución, una opinión compartida por muchos estudiosos originalistas en los últimos 30 años.

Conclusión

La atmósfera judicial se turba si los justiciables no perciben que practicar el arte de la justicia no es hacerlo en atención a los valores superiores. Se percibe la imperiosa necesidad de que se emitan decisiones justas por sobre las teorías puras del proceso.

El cielo irradia contención y calidez cuando los jueces no son conscientes de que no son meramente la “boca de la ley” y advierten que su tarea va más allá de subsumir los hechos en normas legales [2]. No debería mediar duda alguna respecto de que los jueces deben desarrollar una labor de ponderación que involucra el examen de los valores comprometidos en la causa sujeta a juzgamiento.

El operador jurídico debe asumir su compromiso no con las verdades últimas y supremas que escapan a las personas, sino con la verdad humilde y diaria, aquella respecto de la cual se discute en los debates judiciales, aquella que las personas pueden conocer mediante la prudencia y obrando de buena fe (Calamandrei, 1962, p. 215).

A manera de conclusión, debe destacarse que la vida en libertad exige necesariamente que la razón determine lo justo conforme a una idea preexistente en el entendimiento, de ahí que la ley no sea el Derecho mismo, sino cierta razón del Derecho. Se trata pues, de acuerdo con la definición tomista, con la constante y perpetua voluntad de dar a cada cual su Derecho. Pero yo quisiera insistir y repetir que, en la epiqueya, lo justo natural rectifica lo justo legal para poder alcanzar una conclusión justa en el caso concreto.

Por consiguiente, como acontece que el operador debe interpretar la norma de conformidad con los principios de justicia superiores, debe fulminarse la validez del adagio fiat iustitia, et pereat mundus.

En la actualidad, estamos presenciando un resurgimiento de la razón práctica en la toma de decisiones legales. La sociedad demanda que el derecho sea reconocido como tal solo cuando exhiba razones plausibles que respalden su justicia.

Sin embargo, bañados en las luces y sombras del pensamiento jurídico, existen aquellos escépticos que, desde sus torres de marfil, rechazan vehementemente la idea de que la razón pueda ser la antorcha que ilumine las incógnitas del laberinto moral. Sostienen, con mirada fija y decidida, que solo los juicios fraguados en la fragua de la experiencia -a posteriori- merecen ser considerados verdaderos cónclaves del saber.

Pero no debemos olvidar que, en el núcleo del derecho, ese entramado complejo y delicado que rige los destinos de las sociedades palpita un corazón humanista. Los principios generales del derecho no son meras abstracciones vacías, sino que están imbuidos de un contenido moral profundo y trascendental.

Estos principios claman ser interpretados y aplicados no solo con la fría lógica de la mente, sino con el calor ardiente de la razón práctica y la meticulosa técnica de ponderación. La magnificencia de la dignidad humana no se encuentra simplemente en reconocer lo bueno y lo malo después del hecho, sino en tener la valentía de forjar activamente un futuro en el que el bienestar, la justicia y la igualdad sean los pilares que sostengan nuestra sociedad.

El ejercicio de la judicatura es una tarea sublime que se basa en la interpretación y aplicación de la ley. Sin embargo, en este diálogo constante entre la letra y el espíritu de la ley, es lamentable que a veces los jueces se dejen llevar únicamente por el texto legal, descuidando el alma y la esencia de la justicia. Debe insistirse respecto a la importancia de equilibrar la aplicación rigurosa de la ley con la búsqueda de la justicia, recordando a los jueces su responsabilidad fundamental en este proceso.

Es innegable que la ley, en su formulación, se basa en palabras y frases específicas que deben ser interpretadas y aplicadas por los jueces. Sin embargo, cuando los jueces se limitan estrictamente a la letra de la ley, existe el riesgo de que la justicia se vea comprometida. Las palabras pueden ser ambiguas o insuficientes para abordar situaciones complejas y cambiantes.

Por ello, es importante la prudencia en la búsqueda de soluciones razonables, lo que ab initio implica saber lo que conviene hacer y combinar la argumentación lógica con la necesidad de encontrar soluciones prácticas y sencillas. Este enfoque no solo es exigible a los tribunales, sino a toda actividad jurídica, habida cuenta de que el descubrimiento y la creación del derecho traen aparejado un ejercicio de la razón, y que la razonabilidad está vinculada al sentido común y a la cualidad inherente al “individuo común”.

[1] El método dogmático introduce un paradigma parangonable a la realidad que plantea la película LEGO, un lugar donde todos los personajes construidos por piezas de ladrillos lego actúan según unas instrucciones impartidas por un ser superior llamado Lord Business. Las definiciones, como las piezas del juego, ordenadas en el sistema reconstruyen el derecho y lo reproducen, engendrando nuevos conceptos jurídicos, de manera que las combinaciones son inagotables.

[2] El ambiente jurídico argentino tuvo vientos favorables en el período en que la Corte Suprema de la Argentina fue presidida por el juez Lorenzetti, por cuanto reflejaba un tribunal comprometido con la exaltación de los valores constitucionales, ajena al dura lex, sed lex y más cercana a la misión primaria de afianzar la justicia. Por ello, puede ser caracterizada como una Corte “activista”.

* Para www.infobae.com

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