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El progresismo repite con Javier Milei lo que hizo con Carlos Menem: rechaza todo

OPINIÓN 14/01/2024 Marcos Novaro*
14-JM

A veces la historia se repite, no sé si como farsa, pero empeorada. Es lo que puede estar por sucederle a la izquierda argentina. En los años noventa se enroló en una postura cerradamente opositora a las reformas impulsadas por Carlos Menem. 

No colaboró en nada a que los actores sobre los que ejercía alguna influencia, los intelectuales, los jóvenes, los sindicalistas, los artistas o las universidades, contribuyeran en lo posible a mejorar ese proceso, volverse ellos más útiles para su éxito y a su vez inclinarlo más hacia sus valores y preferencias. Simplemente lo rechazó y esperó que se agotara o, mejor, se hundiera. Lo que todavía hoy sigue festejando como un gran éxito.

En estos días la podemos ver embanderarse, masivamente, como si estuviera en el Madrid del ‘36, en un “no pasarán” contra todas las iniciativas de Milei, sin matices ni distinciones de ningún tipo. Con la simple y convocante idea de rechazarlo todo, porque si él lograra hacer siquiera una parte de lo que se propone, el país se volvería un infierno.

Como si no lo fuera ya en gran medida. Y como si la única meta que ella pudiera plantearse fuera, justamente, defender el actual e insoportable estado de cosas. Algo que la ubica en una posición por demás incómoda frente a la sociedad que pretende interpretar e interpelar, claro.

Es que en esta ocasión, a diferencia de los 90s, lidia con el agravante de que, como ella (la izquierda) en buena medida gobernó durante los veinte años previos, queda bien en claro que los problemas a resolver con las reformas del capitalismo y el estado argentino que la mayoría social asume hoy como impostergables, son en parte su responsabilidad.

Así que está, frente al auge del libertario y su condena integral al orden imperante, inclinada a reaccionar del peor modo. Asume, ante todo, que en la defensa de dicho orden se le va la vida. Como si solo logrando que sobreviva el statu quo, ella pudiera imaginar algún futuro para el país, y para sí misma.

Algo que no solo la vuelve increíblemente reaccionaria, en particular para los estándares habituales de lo que significa ser “progre”. Sino políticamente necia, torpe, patéticamente dependiente de movilizar el miedo al cambio, frente a un país que, sobre todo entre los más jóvenes, se ha cansado ya de tanto miedo y tanta repetición de lo mismo.

¿Por qué nuestra izquierda es tan brutal, primitiva, y sobre todo tan ideológica, pese a que en una buena proporción milita y pertenece al partido supuestamente más pragmático de nuestra escena política? Lo que vuelve su ideologismo doblemente tóxico y difícil de superar.

En parte por la frustración, total o al menos parcial, en que terminaron todos sus intentos de modernizarse: el alfonsinismo, la renovación peronista, el Frepaso, etc. Eso impulsó a la mayoría de sus integrantes a volver a abrazar, una y otra vez, los criterios y pautas que habían intentado superar esos experimentos: el antimperialismo cerril y más en general una visión del mundo como amenaza, el intervencionismo estatal como solución para cualquier problema, y una visión anticapitalista o al menos antimercado de las dificultades económicas del país.

La última demostración de esta propensión defensiva, a refugiarse en la herencia y la tradición, la dieron nuestros izquierdistas alineándose cada vez más masivamente, desde Myriam Bregman hasta Ricardo Alfonsín, detrás de la tarea de defender el legado kirchnerista. Aunque eso los llevara a votar las iniciativas de Alberto Fernández y seguir en las urnas a Sergio Massa.

En parte también por su victimismo, esa excusa que encontraron en los años setenta y de la que nunca han querido librarse, para asumir una superioridad moral desde la que impugnan al mundo entero, y se libran o creen librarse de cualquier revisión crítica de las consecuencias de sus actos.

Por eso es que hoy vuelve a aplicar, como si hubiera sido un éxito, al caso de Milei, las mismas recetas que aplicó al macrismo, suponiendo que entonces le funcionaron, así que ahora no deberían fallarle.

Y así es como lo identifican como una continuidad de los experimentos autoritarios en la Argentina. Ignorando el contenido democrático y anticorporativo de muchos de sus planteos, los que han sido más vitales para el éxito que consiguió hasta aquí: Milei tiene, igual que la tuvo Menem, finalmente, más continuidad con el proyecto alfonsinista que los supuestos herederos del alfonsinismo enrolados en recientes experimentos peronistas; apela a una democracia ciudadana más honesta y franca que el militantismo organizado y prebendario.

Y expresa, por sobre todas las cosas, una reivindicación de derechos individuales frente al Estado, algo que rememora bastante fielmente el clima del ´83, al menos más que la fraseología hueca sobre “el consenso del ´83 sobre derechos humanos” que dicen reivindicar en su contra los organismos, pese a que ellos han hecho todo lo posible por ahogar dicho consenso, dedicados como estuvieron a pervertir toda noción de derecho individual en las últimas décadas, para promover un proyecto político burdamente setentista, corporativo y antiliberal.

En suma, en la actual reedición del oposicionismo reaccionario ante reformas modernizadoras, lo que se revela es la contundencia con que la izquierda argentina, desde la trotskista hasta la peronista, tanto política como académica y cultural, resiste cualquier reflexión crítica sobre su fe antimperialista, estatista y antimercado.

Y encima, más que con Menem, encuentra en Milei el paradigma del sacrílego, el profanador ideal de esa fe, que alienta en reacción a abroquelarse en su defensa, dado que el libertario es mucho más propenso a tomar parte en esas polémicas doctrinarias de lo que era el riojano. Igual que muchos de sus colaboradores. Igual que la mayoría de sus referentes internacionales.

No le hace tampoco nada bien, en este sentido, a la izquierda argentina, el clima de época regional y global. Que se vuelve, por las peculiaridades del caso local, más que una guía útil para orientarse, otra vía por la cual se le escapa a ese espacio de reflexión lo más importante de lo que está empezando a suceder en el país.

Porque si bien es cierto que Milei hace esfuerzos por inscribir su movimiento entre los populismos de ultraderecha en auge en otras latitudes, lo cierto es que lo que él ha logrado forjar, haya querido o no hacerlo, es un movimiento mucho más auténticamente liberal que derechista, más antiestatal y favorable a las libertades individuales de lo que es el trumpismo, o el bolsonarismo, por no hablar de Víctor Orban o Vox en Europa.

Se parece, en cambio, bastante más, tanto por el clima de opinión que lo apoya como por su espíritu y orientación de gobierno, a Giorgia Meloni en Italia: quien finalmente si algo nuevo ha aportado a la política de ese país ha sido convertir a sectores populistas y nacionalistas, en algunos casos afines a Putin y nostálgicos del Duce, en sinceros liberales atlantistas; y ubicar a Italia entre las naciones que cooperan por una Europa democrática y responsable.

Claro, Milei se inspira en ocasiones en los más populistas y derechistas que encuentre a mano, es propenso a enamorarse de ideas extremas, así como a la descalificación de cualquiera que le plantee objeciones. Sus inclinaciones personales, en todos estos terrenos, son mucho más problemáticas que las de Menem.

A excepción, al menos hasta aquí, del cuidado en el manejo de los recursos públicos y su indisposición a aumentar con ellos su erario personal, o permitir que otros lo hagan. Algo por lo que, lamentablemente, tampoco nuestra izquierda le estará dispuesta a reconocer mérito alguno, eso ya para ella no existe desde hace tiempo.

Pero de toda la florida radicalidad mileista, lo más probable es que lo que persista y se convierta en políticas efectivas sea lo que prendió en la sociedad y es útil en la coyuntura que debe resolver su gestión, que no es el militarismo, el machismo cerril, la tenencia de armas, ni la campaña contra el aborto o la educación sexual. Son los cambios económicos y en el Estado, cambios que en la mayoría de los países democráticos y capitalistas del mundo sorprenderían por lo obvios, y por tanto no tendrían mucho de extremos.

El gran problema de nuestras izquierdas es que, al respecto, tienen poco y nada para decir. No lo tendrán, al menos, mientras no revisen mínimamente adónde nos ha llevado la puesta en práctica de sus concepciones en la materia.

* Para TN

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