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Un país donde los políticos lloran

OPINIÓN Joaquín Morales Solá*
07-JM2

El Presidente lloró desconsoladamente frente al Muro de los Lamentos, en Jerusalén, durante su primera visita a uno los sitios religiosos más sagrados del mundo. Aquí, el líder del bloque de diputados radicales, Rodrigo de Loredo, se quebró en sollozos casi imperceptibles cuando abandonó la frustrada reunión de la Cámara de Diputados convocada para aprobar en particular, artículo por artículo, el ex proyecto de ley ómnibus enviado por Javier Milei al Congreso. ¿Qué sucede en un país donde sus políticos están siempre al borde de un ataque de llanto? ¿Cuál es el grado de impotencia que existe como para que no puedan esconder sus emociones en público? La votación en el Congreso exhibió una vasta crisis de liderazgo. No hurguemos más sobre lo que es evidente y palpable. El único que no llora es el ministro de Economía, Luis Caputo, porque es también al único que le están saliendo bien las cosas. Ya alcanzó, mucho antes de lo previsto, el superávit primario de las cuentas públicas, pero gracias a que la inflación licuó los salarios de los jubilados, de los empleados públicos y los recursos de las provincias. Es un éxito de corto plazo, que se agotará antes de la próxima esquina. Una aclaración es necesaria: el proyecto de ley que Milei envió al Congreso, inicialmente de más de 600 artículos, era algo más que un nuevo esfuerzo para alcanzar un Estado sin déficit. Significaba también, si hubiera sido aprobado, un profundo cambio cultural de la Argentina, acostumbrada al predominio (y al privilegio) de las corporaciones. 

Extrañamente, muchos capítulos de esa ley habían logrado un consenso político y social impensable hace solo muy pocos años. La privatización de Aerolíneas Argentinas, por ejemplo, o la reforma de las leyes laborales eran asuntos con el debate prohibido de antemano. Macri imaginó la privatización de la línea aérea de bandera, pero ni siquiera pudo plantearla durante su mandato, y negoció con algunos gremios una reforma laboral que nunca pasó del Congreso. Ahora, en cambio, había peronistas (Pichetto, por caso), radicales (con la excepción del siempre imprevisible Facundo Manes), macristas y hasta legisladores de Elisa Carrió dispuestos a votar ambas decisiones. También el capítulo sobre reforma educativa de ese proyecto tenía disposiciones revolucionarias por primera vez en más de 50 años. Un perfeccionamiento de la educación es más que necesario en un país donde sus alumnos salen del secundario sin poder comprender un texto; mucho menos saben escribirlo.

Aunque el frustrado debate haya llenado de lágrimas el valle de la política, una buena noticia consistió en que precisamente la política volvió al Congreso después de los años kirchneristas en que se imponían ahí las decisiones del Poder Ejecutivo o no se discutía lo que estaba destinado a ser levemente cambiado. La política democrática tiene siempre avances y retrocesos, acciones y reacciones y porfiados claroscuros. Es cierto que de la aprobación en general de ese proyecto de ley a la votación en particular, la diferencia fue muy sustancial. En algunos artículos solo había quedado el título aprobado en general, porque la mayoría de los diputados votaron en contra de casi todos los incisos cuando se trató la ley en particular. Una disidencia no menor fue la de los aumentos a los jubilados. Mientras el bloque de Pro, que preside Cristian Ritondo, propuso llevar la actual fórmula de Alberto Fernández hasta marzo más un 10 por ciento, para que luego las jubilaciones siguieran el ritmo de la inflación, los diputados de la Coalición Cívica insistieron con aumentos por inflación retroactivos a diciembre pasado. Cuando los diputados se acercaban a tratar en el recinto esa cuestión, crucial para el programa fiscal del Gobierno, Milei dio la orden de mandar el proyecto a comisión. La verdad está en los dos lados. El Gobierno veía desgajarse gran parte de los cambios estructurales que necesita el país, y esa es su verdad, pero tampoco le convenía que una fórmula de aumentos jubilatorios le arruinara ahora las cuentas públicas. Esa es la verdad de sus opositores.

El impuesto PAIS significa por sí solo una discusión retrógrada, propia de un país aislado, decidido a vivir con lo suyo, aunque lo suyo sea, a veces, caro y malo. Ese gravamen empezó en tiempos de Alberto Fernández como una decisión desesperada para desalentar a los argentinos de sus viajes al exterior, porque se aplicaba solo a la compra en dólares con tarjetas de crédito o a la compra misma de dólares. Los argentinos siguieron viajando. Sergio Massa, ya en su entonces condición de ministro de Economía y candidato presidencial de un gobierno deshilachado, amplió ese impuesto y les impuso a las importaciones un gravamen del 7%. Milei llevó ese porcentaje al 17,5 %. El final del cepo al dólar (reciente promesa de Milei al Fondo Monetario) condenará a muerte al impuesto PAIS para las compras de dólares y para las tarjetas.

Pero ¿qué sucederá con el impuesto a las importaciones? Cuidado: no se pueden subir aranceles a las importaciones por indicación de la Organización Mundial del Comercio y no se les puede cobrar a los países miembros del Mercosur. ¿Será en el futuro el impuesto PAIS una creación de los argentinos para encarecer las importaciones? ¿No provocaría eso un mayor aislamiento nacional del mundo que compra y vende? La descripción del conflicto es oportuna porque ese impuesto fue una de las grandes diferencias del gobierno de Milei con los gobernadores. Ellos están peleando una guerra que abrió sigilosamente Sergio Massa cuando era candidato presidencial y les sacó el impuesto a las ganancias a casi todo los argentinos. Ganancias es un impuesto coparticipable con las provincias, pero nadie dijo nada cuando Massa tomó esa decisión puramente electoralista. Ahora, los gobernadores quieren compensar ese impuesto, que el ministro Caputo retiró de la entonces ley ómnibus cuando empezaba a despeñarse todo, con la conservación del impuesto PAIS a las importaciones. Si ese impuesto fuera coparticipable, no se irá nunca. El gobierno federal y las provincias deberían buscar otras formas para enmendar las fechorías de Massa.

Eufórico por los buenos resultados del programa fiscal, el Gobierno descubrió que no tiene apuros para tratar una ley que cambiaba el país del derecho al revés. Alegría breve. ¿Alguien supone que existen soluciones duraderas con leyes laborales de hace 50 o 60 años en un mundo que progresa vertiginosamente? ¿Alguien cree que puede haber otra Argentina con un sistema educativo que solo puede mostrar pésimos resultados? ¿Alguien imagina otro país con una economía donde abundan las regulaciones y, por lo tanto, la corrupción? Las preguntas podrían seguir hasta el infinito. Importantes funcionarios oficiales señalaron que no insistirán con esa ley hasta que la dirigencia política no sea consciente de la necesidad de los cambios. Es una estrategia para cuidar la pureza de la propuesta de Milei. De vez en cuando, el relato, la ilusión y el error van de la mano. La administración debería explorar otros caminos (tal vez enviando al Congreso distintos proyectos en lugar de uno solo con tantos y tan dispares temas) y reencauzar las conversaciones con los gobernadores. Además, el discurso comienza a reproducir peligrosamente el viejo enfrentamiento entre el gobierno federal y las provincias. No solo el discurso; también las decisiones concretas, como la quita de subsidios al transporte en las provincias, que extrañamente no afectó al conurbano de Axel Kicillof. Tampoco es conveniente que el Presidente difunda una lista de diputados “traidores” porque no votaron como él quería. Los escraches son una mala maña, la practique quien la practique. Casi contemporáneamente, Milei embistió contra la dignidad de las personas cuando echó sin escuchar a funcionarios vinculados con los gobernadores también “traidores”. El camino de la arbitrariedad termina siempre en la más absoluta soledad política.

Algunos funcionarios se entusiasman con llamar a consultas populares por los temas que formaron parte del proyecto ahora olvidado. El primer aspecto que debe tenerse en cuenta es que una consulta vinculante, según la Constitución, no es facultad del Presidente, sino del Congreso. El jefe del Estado solo puede convocar a consultas populares no vinculantes; es decir, el Congreso no estará obligado a convertir el resultado en decisiones oficiales. Más importante que eso es detenerse en los ejemplos del mundo y de la historia. Siempre se sabe cómo está el Gobierno en el momento en que convoca a esa clase de consultas populares; nunca se sabe cómo estará en el momento de la votación. La gente común termina votando exclusivamente con el ánimo marcado por los temas que la afligen en el instante de la votación. “El pueblo no gobierna sino por medio de sus representantes”, dice claramente la Constitución. Por eso, también Milei debe decidir si será el presidente de una república o solo el líder de una facción arrogante y mesiánica. Nunca es tarde para llorar; es inútil.

* Para La Nación

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