La única intención era matar un rumor. Un mensaje urgente de la Corte Suprema de Justicia aterrizó el mismo lunes en el despacho del ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona. La decisión de los jueces supremos que reglamentó la designación de conjueces de ese decisivo tribunal no estaba dirigida contra el Gobierno, sino contra la versión que indicaba que el funcionamiento de la Corte era inviable con solo tres miembros. Esa fue la aclaración que recibió Cúneo Libarona.
Sucede que varios funcionarios y también jueces influyentes (como el propio Ricardo Lorenzetti, el hosco y solitario integrante de la Corte) deslizaban ante los oídos del Presidente que la inminente jubilación del juez Juan Carlos Maqueda dejaría al máximo tribunal impotente, paralizado y fracturado. El Presidente se apuraba para firmar en enero un decreto por el que designaría en comisión a los candidatos propuestos por el Gobierno, Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla, que aún no tienen el acuerdo de los dos tercios del Senado. El ala jurídica del Gobierno (¿Sebastián Amerio, viceministro de Justicia, quizás? ¿Rodolfo Barra, jefe de los abogados del Estado, tal vez?) le deslizó, en cambio, que era preferible no tomar esa clase de decisiones en enero porque el decreto podría ser declarado inconstitucional mediante una cautelar por un juez de primera instancia, y no habría muchas posibilidades efectivas de apelación. La mayoría de los jueces está de vacaciones en enero. Y esperar hasta febrero con esos dos jueces nombrados, pero sin poder asumir, significaría demasiado tiempo.
El Presidente, aseguran, insiste con que los quiere a Lijo y a García-Mansilla sentados pronto en las poltronas de la Corte. Para peor, el bloque de senadores peronistas firmó un acta por la que se comprometió a declarar nulo el eventual decreto que nombraría a esos dos candidatos. El bloque tiene 33 senadores, pero podría tener 34 si asumiera la política camporista que reemplazará a Edgardo Kueider, el exsenador peronista sorprendido in fraganti en la frontera con Paraguay con 200.000 dólares y una secretaria. Le faltan al peronismo entre 3 o 4 senadores para alcanzar la mayoría absoluta (se necesitan 37 senadores), pero con una mayoría simple de los presentes en el recinto le alcanzaría para tumbar el eventual decreto de Milei. Algunos senadores sostienen que con solo un tercio de los votos se podría voltear un decreto de designación de jueces de la Corte, porque estos necesitan los dos tercios para el acuerdo. Un tercio sería una prueba contundente de que nunca alcanzarían los dos tercios necesarios.
De todos modos, el Presidente deberá enfrentar cuestionamientos desde la Justicia y desde la política por designaciones de jueces de la Corte en comisión y por un simple decreto. Resta saber si el juez federal Lijo renunciará a su actual cargo en tales precarias condiciones. Nunca un juez de instancias inferiores podría llegar hasta la cima del Poder Judicial con una simple licencia en el cargo actual. ¿Y si en esa instancia inapelable debiera decidir sobre una decisión suya como juez federal o sobre una decisión de sus muchos amigos en Comodoro Py, donde es un magistrado que influye en otros jueces y fiscales? Ser juez de la Corte Suprema significa también desprenderse de todos los compromisos del pasado. Pero debe existir la certeza de que el pasado no volverá.
Maqueda fue un ejemplo de un juez que venía de la política y se apartó de cualquier compromiso partidario cuando fue designado en la Corte. De hecho, hasta se enojaron con él dirigentes que habían sido amigos suyos durante muchos años de política por decisiones que tomó como integrante del tribunal. A propósito, el jueves Lorenzetti no asistió al acto de despedida de Maqueda; ellos fueron muy cercanos hasta que Maqueda votó por Rosatti como nuevo presidente de la Corte. Imperdonable traición para Lorenzetti, que considera la presidencia del cuerpo como el único lugar que vale la pena ocupar en el tribunal más empinado y decisivo del país. Esa ambición estropeada lo llevó a agraviar públicamente a sus colegas, y a hacerle más daño a la Corte del que cualquiera puede imaginar.
Maqueda subrayó la ausencia de Lorenzetti cuando nombró afectuosamente solo a sus otros dos colegas (Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz) y eludió al tercero –Lorenzetti–, que no estaba. El propio Rosatti, presidente del cuerpo, aludió a Lorenzetti cuando recordó que Maqueda sufrió “injustos agravios y cobardes ataques”, que sobrellevó “con hidalguía y tolerancia”. Se refería a una campaña de afiches callejeros, que aparecieron solo cerca del Palacio de Tribunales y cerca de la casa de Maqueda, que difamaron al juez de la Corte. La rumorología de los tribunales le atribuyó a Lorenzetti la autoría intelectual de esa campaña.
El supuesto tema que colisionó con el Gobierno fue la decisión de los tres jueces de reglamentar la designación de los conjueces de la Corte. Cuando se vaya Maqueda, dentro de una semana, la Corte necesitará del voto unánime de los tres jueces que quedarán (Rosatti, Rosenkrantz y Lorenzetti), porque está integrada por cinco magistrados, o deberá llamar a un conjuez o a dos para alcanzar la mayoría necesaria. Los conjueces son los presidentes de las Cámaras Federales; se elige a los necesarios por sorteo para cada caso que debe resolverse. Es el sistema de siempre, solo que antes se hacía de hecho y ahora se hará por reglamentación de la Corte. El único agregado es que el secretario del tribunal deberá advertir en el acto al presidente del tribunal si fuera necesario el sorteo de un conjuez para que las causas no esperen demasiado tiempo. Intentaron despejar la idea de que una Corte de tres es inviable. Lorenzetti votó en contra señalando que es sabido que ya existen dos jueces nombrados por el Presidente, y que sus colegas tratarían de condicionar al tribunal sin tener en cuenta a esos dos eventuales jueces. Lorenzetti da por hecho lo que no está hecho, que es el acuerdo y la designación de Lijo y García-Mansilla. Con ese criterio, la Corte debería estar paralizada desde marzo pasado, cuando Milei propuso a los candidatos. La acordada sobre los conjueces fue lo que motivó el mensaje de la Corte a Cúneo Libarona: no actuó contra el Gobierno, sino para neutralizar las intrigas de un miembro del tribunal. El Gobierno entendió rápidamente el mensaje y aceptó la versión de la mayoría de los jueces supremos.
Guillermo Francos, jefe de Gabinete, señaló, al principio de todo, cuando no había partido el mensaje ni mucho menos había llegado, que la Corte demora entre 15 o 20 años sus decisiones. Hubo algunos casos excepcionales que duraron tanto, pero el promedio de espera de los expedientes en la Corte es de entre 3 y 4 años. Es mucho, de todos modos. Es cierto que el recorrido íntegro de un expediente en los tribunales puede durar hasta la sentencia definitiva entre 15 y 20 años. Muchísimo. De hecho, hubo sobreseimientos porque “pasó el tiempo razonable”. Pobre argumento. La Corte Suprema debería empezar a delegarle muchos pleitos a la Justicia de la Capital Federal, que hasta ahora se ocupa solo de peleas entre vecinas. De una buena vez, la Capital debe tener su propia y amplia jurisdicción judicial, como lo señala el espíritu de la Constitución reformada en 1994. La Corte Suprema argentina dicta entre 7000 y 16.000 sentencias por año (muchas de ellas no tienen espectacularidad), mientras la Corte de Estados Unidos trata solo entre 80 y 100 casos anualmente. La Corte local tiene cinco jueces, cuando está totalmente integrada, mientras que la Corte de Estados Unidos tiene nueve magistrados. La Corte Suprema no es una instancia de apelación, como suponen muchos; es un recurso extraordinario, como bien se interpreta en Washington. En esa sobrecarga de trabajo radica gran parte de la razón de las demoras en la Corte local, aunque no sean tan largas como las contó Francos.
El Gobierno debería poner paños fríos en su relación con la Justicia, justo cuando una instancia judicial importante (la Cámara Federal Penal) decidió reflotar el caso del atentado del grupo guerrillero Montoneros contra el comedor de la Policía Federal en 1976. Murieron 23 personas y 110 resultaron gravemente heridas. Era un lugar donde comían policías y sus familiares. La Cámara consideró que se trató de un crimen de lesa humanidad y que, por lo tanto, no prescribió ni prescribirá. Es una mirada novedosa de la Justicia argentina porque hasta ahora se sostenía que los crímenes de lesa humanidad solo los cometía el Estado. El criterio de que en la orgía de sangre de los años 70 participaron los militares pero también los grupos insurgentes del peronismo y del marxismo es una conclusión más objetiva del pasado reciente. Ya Raúl Alfonsín había establecido esa doctrina cuando se instauró la nueva democracia argentina, en los años 80; Alfonsín ordenó la detención inmediata de los jefes militares, pero también de los jefes guerrilleros. Mario Firmenich fue extraditado de Brasil en 1984, pero resultó beneficiado por los indultos de Menem, que también sacaron de la cárcel a varios guerrilleros más y a todos los jefes militares. La decisión de la Cámara quedó expuesta en un par de párrafos escritos por el presidente de ese tribunal, el juez Mariano Llorens, en un voto histórico sobre el doloroso pasado argentino.
Después de una durísima descripción de lo que fue la dictadura militar, Llorens escribió: “Pero, aun así, su barbarie no absuelve ni exculpa a quienes planearon el atentado –la conducción de la organización Montoneros-; a las distintas células encargadas de su logística y su realización (…); ni a los que lo ejecutaron materialmente. Las atrocidades de unos no neutralizan los crímenes de los otros”. Y agregó, justo y preciso: “Las grietas no son patrimonio único de estos tiempos. Hay demasiados ejemplos (en nuestra historia) de ese enfrentamiento entre dos miradas absolutas, entre dos posturas radicales e irreconciliables que tanto han mancillado el ideal de unión nacional”. Los jueces buenos no deben quedar solos entre tanto griterío inservible.
* Para La Nación