“Hace falta más gente y menos políticos”. Esa fue la frase con la que Patricia Bullrich, la varias veces ministra de distintos gobiernos durante décadas, cerró la entrevista que le hicieron a poco que el Senado rechazara el DNU del presidente Javier Milei.
Vivimos en tiempos donde, paradójicamente, quienes ocupan roles políticos no quieren ser políticos y quienes ejercen el periodismo no quieren ser periodistas; donde los empresarios huyen de su condición y buscan ser considerados, por caso, emprendedores, personas innovadoras que generan valor y otorgan oportunidades laborales.
Milei le puso nombre a esa divisoria: la casta. Así, ahora tenemos a la casta política y a la gente que se sacrifica ejerciendo un rol político; a la casta periodística y a los comunes que ejercen el periodismo desde los llamados nuevos medios o plataformas; al empresario acostumbrado a cargar con el mote de “garca” y a la persona innovadora, disruptiva y emprendedora. ¿Todo cambia?
Como lo que reditúa es lo “genuino”, nadie, ocupe el rol que ocupe, quiere perder esa condición o atributo. Por eso, resulta más loable ser “la gente”. Así llegamos al delirio de observar cómo un jefe de Estado no solo dice despreciar al Estado, sino que asegura que su objetivo primordial es destruirlo. Un “Estado eficiente” es, bajo esa concepción, lisa y llanamente un oxímoron.
Milei intenta borrar esa divisora entre la arena mediática en la que irrumpió desde su rol de especialista en economía, y la de presidente. Para eso, entre otras cosas, se mueve en el ecosistema digital con un comportamiento troll. Parecido al de algunos usuarios fanáticos de las redes sociales. Algo similar ocurre con Bullrich, la más política de todos los políticos, con sus permanentes intentos de poner distancia con la “casta”. Esa imagen más que elocuente, exime de otras ejemplificaciones. ¿Se consigue más casta?
Efecto Javier Milei: tradicionales en fuga
La entrevista (o no entrevista) que le realizó Migue Granados a Lionel Messi en la casa que tiene el ídolo en Miami fue un buen disparador para que Carlos Scolari reflexionara sobre algo que viene sucediendo con el periodismo en plataformas. A lo primero que apunta el especialista en comunicación es a desentrañar si eso que se presenta como diálogo, conversación o “gag” cómico es o no una entrevista. “Es una entrevista. Hay alguien que hace preguntas y otro que responde”, señala. Y esto se da más allá del contexto, de la complicidad, el humor y el tono desestructurado en el que hayan transcurrido esas preguntas y esas respuestas. Por supuesto, también del canal, medio o plataforma de circulación que, en este caso, se trató de YouTube.
Pero, más allá de discurrir sobre uno de los géneros periodísticos, resulta interesante el debate en torno a los streamers y periodistas y analizar, por ejemplo, por qué se huye de “lo profesional” o, en el fondo, de “lo tradicional”. ¿Esos roles alejan a las personas de la condición de gente? ¿Esos roles quitan genuinidad? ¿Son personas que dejan de ser “la gente”?
“Yo no soy periodista, soy streamer” o bien “yo no soy cronista, juego en las grandes ligas literarias”, apuntó Scolari en su artículo sobre esos intentos de fuga. Todos están, de alguna forma, escapando de lo tradicional. ¿Quién quiere cargar con el desprestigio de los tradicionales en tiempos de cambio permanente? ¿Quién quiere quedar bajo la etiqueta de casta en tiempos de indignación?
Cabe preguntarse, entonces, sobre qué sedimento opera ese paisaje de profesionales en fuga. Ese desprestigio del periodismo o del político no es una invención. Más allá de los avances tecnológicos, de la irrupción de nuevas plataformas, del acceso y la mayor facilidad para “producir contenidos”, es cierto que los vicios y las desviaciones de los tradicionales, periodistas o políticos, fueron erosionando ese prestigio que ahora motiva el interés por escapar. Cada uno armará su propia lista de desviaciones en uno u otro campo de incumbencia o interés, pero la lista es extensa.
Hay que decir, también, que existen quienes, desde el periodismo o desde la política, reivindican su actividad tomando distancia de los “invasores”. “Eso no es periodismo”, disparan sobre los streamers. “Va a terminar mal porque no entiende los códigos de la política”, descalifican a los outsiders.
En busca de lo genuino
Más allá de todos los vicios y las desviaciones, hay una pérdida de genuinidad que parecen recuperar quienes se presentan como outsiders, sean nuevos medios, nuevos creadores o panelistas, comediantes devenidos políticos. Y no solo simplemente sucede, sino que con esa divisoria se construye un relato, se hace un culto de lo diferente que empatiza con la gente y perdona todo pecado. Por caso, no estar lo suficientemente preparado para un debate es perdonado. “Es como nosotros”, se repite con tono indulgente. No solo eso: el amateurismo tiene premio.
En la misma línea, no ser lo suficientemente riguroso en una entrevista es perdonado por la sencilla razón de que coincide con nosotros. Al final de cuentas, gana el que parece más genuino. Por eso, después de haber construido un verdadero arsenal de dispositivos para fabricar candidatos y entrenarlos, desde la comunicación política se pone el acento para que todo el maquillaje, los guiones y el coaching parezcan auténticos. Sin embargo, este resulta un arte cada vez más inalcanzable porque hace rato que “la gente” ve esos hilos que intentan invisibilizar los expertos.
Milei actúa como un usuario “normal” de las redes sociales. Basta con reparar un instante en el uso unidireccional de los tradicionales y la espontaneidad del presidente para reaccionar en la gran conversación digital. El panelismo en las redes, pero ahora como presidente. Lo auténtico, como lo artificial, es siempre 360. No se puede ser de una forma en las redes y de otra en el cara a cara. Los hilos se notan en todos lados. Hace tiempo que los dirigentes tradicionales insisten en asaltar las nuevas plataformas con sus viejas prácticas. Es la gacetilla en X o Instagram, por más creatividad y disimulos; es la falta de escucha y fatiga para intercambiar lo que se impone. Es, también, la escasa predisposición a la conversación y la eterna fascinación por el monólogo. Un ombliguismo que contribuye al mote de casta.
Los tradicionales lo son cuando visitan a un vecino, cuando reparten un panfleto, cuando hablan con los periodistas o cuando escriben en las redes. Luego se sorprenden cuando nadie los escucha, aunque la reacción ante esa falta de interés o viralización de sus mensajes es culpar a la comunicación o a la falta de volumen (recursos).
“Yo tengo comunicación directa con la gente. La casta política me envidia porque yo conecto directo, sin pauta. Mi viralización, interacción e interés en las redes es orgánico”. Así marca su diferencia el presidente Milei. “Ellos son analógicos, no entienden”, se distancia de los tradicionales.
La vuelta al oficio
El análisis requiere de otra vuelta de tuerca y ahí las comparaciones pueden aparecer más difusas. ¿Qué pasa si se eliminan las distorsiones, las desviaciones, los vicios y la mala praxis de los tradicionales? O, también, ¿si producto de ello los resultados hubieran sido otros? Es decir, si no se hubiera llegado a esta instancia de desprestigio. Y lo mismo con el periodismo. Sin duda, de todos modos, nada podría seguir siendo igual, pero tampoco conviene meternos en el terreno de lo contrafáctico.
Sí cabe establecer la distinción entre llegar a una instancia de poder y el ejercicio del mismo. Es lo que estamos viendo expectantes con Milei en la Argentina. Y no solo en Milei, sino en gran parte de su equipo, que replica los mismos patrones. “Hay que considerar que no tienen experiencia política, que nunca gobernaron”, dijo, indulgente, el senador Luis Juez en pleno debate por el DNU, como si esa falta de capacidad valiera para perdonar que el proyecto a tratar tuviera, según las propias palabras del legislador, “partes que son un mamarracho y vicios de inconstitucionalidad”.
Es decir que, al común, al de a pie, al que viene de otro universo, se le perdona todo porque es “como la gente misma”. Incluso, cabría la posibilidad de aprobarle algo que podría ser inconstitucional o improcedente. “Al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros para ponernos en juristas?”, les dijo Juez a sus colegas senadores. Como se verá, la política es compleja y no alcanza con lo genuino ni con agitar en modo troll la bronca acumulada de los ciudadanos, aunque tampoco con lo artificial y los privilegios. Lo mismo vale para los medios y los periodistas; para las plataformas y para los creadores de contenido.
La emoción de lo efímero
Cuando Nico Occhiato explicó el motivo de la creación de su canal de streaming Luzu TV, dijo que “era imposible crear un formato para atraer una audiencia joven desde un medio tradicional”, como le habían sugerido hacer en ese entonces, y que la clave en el inicio de su emprendimiento fue poner personas (más o menos conocidas) a conversar, tal como vemos en infinidad de programas en donde los protagonistas cuentan cómo se levantaron y qué les fue sucediendo durante el día. Se podrá decir que ocurre sin rigor periodístico, sin estructura, sin normas ni controles de calidad, sin estudio o formación (tradicional), y que hacen de todo eso un diferencial redituable. Se dirá, entonces, que es la crisis de los “profesionales” y, más bien, el tiempo de los antiprofesionales.
La improvisación frente al profesional de carrera. Lo emotivo frente al análisis profundo. El hiperpersonalismo frente al valor de la marca, sea partido político o medio de comunicación. Consumimos información de determinado periodista y ya no recordamos en qué medio fue. Tampoco interesa demasiado a qué partido responde tal o cual dirigente. Son, en todo caso, marcas personales. Por el contrario, el medio de comunicación tradicional iba adquiriendo valor y credibilidad a medida que transcurría el tiempo, así como los empleados eran premiados en sus lugares de trabajo cuando cumplían 30, 40 o 50 años de servicio en la misma empresa.
Eso que se ponderaba hoy representa casi un disvalor. Esa experiencia puesta en un CV es la evidencia de que nadie requirió de sus capacidades. Como un jugador que no pudo cambiar de club. Representa la imposibilidad de cambiar. Por el contrario, quienes crean contenidos en distintas plataformas se jactan de abandonar los proyectos en pleno éxito. La continuidad está dada por el cambio permanente. No es éxito la idea de aferrarse siquiera al éxito.
¿Sirve también para gobernar o solo para lo narrativo? ¿Sirve una narrativa que no sirve para gobernar? Lo que genera confianza y empatía se pone a prueba a la hora de tomar decisiones y encontrar las respuestas y los resultados a los problemas cotidianos.
“El demonio sabe que tiene poco tiempo”, dice el Apocalipsis. Así inicia uno de sus últimos artículos Daniel Innerarity. “Demasiadas disrupciones. Ante el fin del mundo, la deliberación, el respeto a los procedimientos, el diseño estratégico o la consideración del largo plazo” son, en definitiva, una pérdida de tiempo que no se puede permitir quien debe asegurar su supervivencia”.
* Para www.letrap.com.ar