Sin ponerse colorados, ahora mismo los operadores kirchneristas se enfervorizan con la idea de agrandar la Corte Suprema. Nada de discutir minucias, de tapar agujeros con la incorporación de Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla. Hay que hacer una corte en serio, dicen.
En realidad, mucho no explican. Sólo repiten que a la Corte hay que ampliarla. Lo que supone copiar el método empleado en 1990 por Menem. A quien en el amanecer de la República Matrimonial los Kirchner insultaban tres veces por día. Lo culpaban, entre otras cosas, precisamente de haber colonizado la Justicia mediante el disfraz de una Corte casi duplicada, el viejo truco de crear vacantes para llenarlas de amigos. Menem fue el presidente que más jueces de la Corte designó. En total, diez. A los cinco primeros los puso apenas consiguió aprobar la ley ampliatoria, ante la indignación opositora, los reproches del foro y las feroces críticas de la prensa independiente. Hay que recordar que cambiarle el talle a la Corte (que a lo largo de la historia casi siempre fue de cinco jueces) es mucho más sencillo que nombrar integrantes de a uno. Lo primero se hace con mayoría simple de los presentes en ambas cámaras del Congreso, mientras que lo segundo requiere los dos tercios.
No hay duda de que Menem consiguió un éxito trascendental al llevar el máximo tribunal de cinco a nueve con el fin de hacerlo propio. Corte propia… hasta suena monárquico. Fue lo que a Menem le permitió sostener el andamiaje de las privatizaciones, validar el Plan Bonex y dilatar las causas por corrupción ad infinitum. En el volcánico 2001 el juez Jorge Urso lo metió preso -con arresto domiciliario- en el caso del contrabando de armas, pero a los cinco meses la sobreviviente corte automática, quién si no, ordenó liberarlo. El dos veces presidente hizo, sin lograrlo, un tercer intento para recuperar el poder hasta que recaló en el Senado, donde pasaría 16 años casi sin pedir la palabra, acolchonado por los fueros parlamentarios. Murió en 2021, a los 90 años, con decenas de causas abiertas y sin ninguna condena firme. A la tristemente célebre corte automática de nueve miembros no la habría disfrutado, Verdad de Perogrullo, si seguían los jueces probos que venían del renacimiento de la democracia.
Menem en 2003, 2004, 2005, era el diablo. Era mufa. Imposible olvidar aquella tarde en la que el presidente Kirchner, de visita en el Senado porque juraba su esposa, se tocó un testículo cuando pasó cerca del flamante senador. Por supuesto, ni lo saludó. Pero más allá de la insolencia, de la chabacanería, la crítica que en aquella génesis los Kirchner le hacían a la Justicia menemista era certera.
La primera medida fundamental de la era K, muchos ya lo habrán olvidado, fue el juicio político a la corte automática. El nuevo gobierno organizó el enjuiciamiento de cinco de los nueve miembros: Julio Nazareno, Guillermo López, Adolfo Vázquez, Eduardo Moliné O’Connor y Antonio Boggiano. Nazareno, López y Vázquez renunciaron solitos (Vázquez sería reemplazado por Ricardo Lorenzetti, entonces un académico que en el Poder Judicial era un inexperto) para evitar la destitución. O’Connor y Boggiano terminaron destituidos.
Para designar a los reemplazantes Kirchner dictó un decreto, el 222/2003, en su momento visto como un extraordinario avance institucional, por el que se introdujo cierta participación pública en el proceso de preselección de candidatos. Refrendado por Alberto Fernández y Gustavo Beliz, ese decreto es ni más ni menos el que en 2024 se supone que debería haber alumbrado las penumbrosas nominaciones de Lijo y García-Mansilla, los candidatos de Milei. Aunque algunas de sus estipulaciones, como el cuidado que debería haber de la “diversidad de género” y, en el caso de Lijo, los requisitos de la “integridad moral”, no estarían pudiendo ser verificados en la práctica.
Por suerte, para mejorar el servicio de justicia a nivel del máximo tribunal la experta Cristina Kirchner ofrenda ahora una solución revolucionaria, el último grito de la moda en materia de cortes: se debe aumentar sin falta la cantidad de miembros. Novedad que Wado de Pedro le llevó a Santiago Caputo, según se supo por trascendidos. Se puede estar tranquilo: dos prohombres de la república negocian el futuro institucional argentino.
Pese a que en la división de poderes ella no cree demasiado, Cristina Kirchner es quien de estos temas sabe más que nadie. Primero que nada como usuaria, dado que está condenada por administración fraudulenta a seis años de prisión y tiene además varios juicios orales pendientes, todo lo cual llegará, más tarde o más temprano, a la Corte Suprema.
Pero seamos justos, el dominio del tema le viene de antaño. Es gracias a ella que en 2006 la Corte volvió al talle habitual de cinco miembros. Con argumentos republicanos y el principismo visceral de siempre, la entonces senadora fue la autora del proyecto que repuso hace 18 años a la Corte en su actual dimensión. La dimensión que ahora aborrece.
Venía en los hechos con siete miembros, dos menos de los estipulados, así como actualmente tiene cuatro, no cinco, porque Alberto Fernández nunca pudo cubrir la vacante dejada por Elena Highton de Nolasco, última mujer que tuvo el tribunal. El propio decreto 222/2003 que él mismo refrendó le imponía un plazo de 30 días para designar reemplazante, pero sin penalidad alguna para el caso de que no lo hiciera, tal como ocurre con el tema del género o con el de la integridad moral. Más que normas son sugerencias del chef.
Tampoco los constituyentes imaginaron estos escenarios: vicepresidentes que regentean presidentes, vicepresidentes que refundan instituciones con el propósito explícito de zafar de procesos criminales personales. Y partidos políticos (o más bien movimientos) que los respaldan porque un arraigado sistema de beneficios los estimula.
Fernández propuso para procurador general de la Nación al juez Daniel Rafecas y la vicepresidenta le cajoneó el pliego (tampoco llenó las 140 vacantes de jueces que siguen pendientes). Así no se necesita oposición.
El asunto del tamaño de la Corte llegó a ser el cemento con el que se podía preservar adherido el peronismo al kirchnerismo, perdurable amalgama, a ratos inexplicable. Dos años atrás, cuando controlaba el Senado y le tumbaba ministros por carta a Alberto Fernández, Cristina Kirchner tentó a los gobernadores con una corte mastodóntica, capaz incluso de protagonizar un partido de fútbol sin necesidad de convocar equipo visitante. Todos iban a poder poner a sus amigos en esa corte: tendría 25 lugares. Fue diseñada bajo la épica transformadora de la expresidenta por el gobernador Alberto Rodríguez Saá. Prometía convertir a los poderosos Lorenzetti, Maqueda, Rosenkrantz y Rosatti en cuatro gotas de agua arrojadas a la inmensidad de un mar de jueces. Al final las internas peronistas obligaron a rebanarle al modelo un 40 por ciento. Quedó en 15 miembros. Así, con 15 miembros, lo aprobó el Senado en el comienzo de la primavera de 2022, casi a la misma hora en que Cristina Kirchner hacía su alegato de defensa en la causa Vialidad.
La escena no podía ser más elocuente: el Senado votaba una ley declamatoria (36 a favor, 33 en contra) para garantizarle impunidad a su mentora (quien por razones de modestia, seguramente, esa tarde no presidió la sesión, prefirió quedarse en su despacho). Una fantasía. Poco después el Tribunal Oral Federal en lo Criminal N° 2 no sólo condenaba a la vicepresidenta a seis años de prisión sino que la inhabilitaba de por vida para ejercer cargos públicos. Condena que resolverá en última instancia la Corte. La Corte a la que ella pretendió aplicarle diluyente.
En rigor la ampliación se aprobó, pero sin que Diputados le completase la movida: ley no hubo. Para consuelo, en 2023 Cristina Kirchner ordenó otra batalla, otra puesta en escena: de nuevo un juicio político a los miembros de la Corte, este a sabiendas de que no tendría la fuerza necesaria para llevarlo adelante fuera del ámbito de la comisión parlamentaria. El rencor contra la Corte no es solo por el futuro, tiene también incontables razones originadas en el pasado, pero la que a Cristina Kirchner más le afecta es la referida a la declaración de inconstitucionalidad de la reforma del Consejo de la Magistratura que ella había elaborado también en 2006.
Lo último: se supo que eran espejismos las versiones de que ordenaría a sus senadores votar por el pliego de Lijo. En todo caso dejó correr que ese voto estaba condicionado a la posibilidad de poner también jueces a la carta. Es decir, a la posibilidad de ampliar el tribunal.
Quizás lo más inquietante de todo esto sea que se naturalice la idea de agrandar la Corte como si se tratara de una propuesta técnica, doctrinaria o cosa semejante. No hay motivos para pensar que se trate de algo diferente de lo que está a la vista, memoria mediante.
* Para La Nación