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La pseudo democracia del kirchnerismo y algunos de sus aliados regionales

OPINIÓN 12/02/2023 Heretz NIVEL
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Desde hace ya mucho tiempo, quizá desde la posguerra iniciada en 1945, no existe ninguna doctrina política que rechace de manera explícita la democracia. Igualmente, en la actualidad, no existe gobierno alguno que, de una manera u otra, no se considere democrático. Sin embargo, es evidente que se ha abusado una y otra vez de este término. Así, por ejemplo, las llamadas “democracias populares” de Europa del este, que tuvieron su apogeo durante la “guerra fría”, llevaban en su propio nombre el rotulo de democracias, cuando en realidad eran dictaduras de partido único e ideología única impuesta desde el Estado, un sistema que se encuentra en las antípodas de cualquier forma de democracia.

 

Antes de la época que se abrió con el fin de la Segunda Guerra Mundial, las cosas eran muy diferentes. Todos los totalitarismos abjuraban de modo explícito o encubierto de la democracia. Las primeras criticas provinieron del marxismo, que siempre considero que la democracia era el sistema político impuesto por la burguesía para mantener su dominio sobre los trabajadores y asegurarse la posesión del capital y, en cuanto tal, debía ser superada una vez que se produjera el siempre esperado, pero nunca concretado, derrumbe del capitalismo mundial.

 

Una fuente indudable del rechazo a la democracia por parte de todas las tradiciones revolucionarias, sean de extrema derecha o de extrema izquierda, es el carácter esencialmente reformista de los regímenes democráticos. Si entendemos por revolución el cambio radical y súbito del sistema político-económico de un Estado, generalmente impuesto por la fuerza, entonces, la democracia es claramente incompatible con la revolución. En un Estado democrático los cambios no pueden ser sino graduales. Las propuestas de cambio requieren el debate público y el consenso entre distintos sectores, un proceso que casi siempre resulta lento. La llamada democracia real nunca consistió en un complemento enriquecedor de la democracia formal, sino en un reemplazo de ésta por alguna forma degenerada de democracia. El marxismo clásico ha sido claro en este punto: siempre manifestó que la revolución implicaba la abolición violenta de la democracia parlamentaria y su reemplazo por una dictadura de una clase que se suponía mayoritaria, la del proletariado, que en la práctica resultó la dictadura de una élite minoritaria, el partido, o más bien, de sus principales dirigentes.

 

La aversión a la democracia liberal y al populismo ideológico que caracterizaron a los sistemas totalitarios del Siglo XX, se encuentra actualmente representada, de manera más atenuada y diluida, por los llamados “nuevos populismos latinoamericanos. El peronismo y el chavismo constituyen ejemplos típicos. Ambos ejemplifican muy bien la critica a la democracia formal en nombre de una supuesta democracia real.

 

El peronismo clásico, dadas sus premisas populistas y antiliberales, no puede sino rechazar la democracia formal, a la que identifica con el liberalismo político, y más recientemente, durante el período kirchnerista, con el neoliberalismo económico. La concepción que el peronismo tiene de la democracia está claramente resumida en las llamadas “veinte verdades peronistas”, formuladas por el propio Perón el 17 de Octubre de 1950. La primera de dichas verdades proclama que “la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el Pueblo quiere y defiende un sólo interés: el del Pueblo”. Aquí se resume la esencia de la llamada democracia populista o democracia plebiscitaria.

 

Ante todo, la expresión “verdadera democracia” presupone que existe una democracia que no es auténtica o genuina. Se alude, sin duda, a la democracia liberal, ejemplarizada en los Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países de Europa occidental. Esta sería la democracia en la que el poder está limitado por normas constitucionales que sancionan la división y la independencia de los Poderes del Estado, impiden o limitan la reelección indefinida de los gobernantes y garantizan la libertad de prensa y otras libertades para las minorías y para la oposición en general. Todos los populismos rechazan esta democracia institucionalista y puramente formal porque, según afirman, no garantiza la justicia social ni concuerda necesariamente con la voluntad del Pueblo.

 

La democracia real, en cambio, es aquella en la cual el gobierno satisface la voluntad del Pueblo; implicando que existe una entidad supraindividual que está dotada de intenciones, intereses y voluntad, como si fuera una persona: el “pueblo”, con mayúscula, término que se utiliza como si fuera un nombre propio. Pero, tal cosa no existe, ya que el Pueblo, en un estado democrático, está constituido por todos los ciudadanos de una nación. La voluntad del pueblo, entonces, no puede ser otra cosa que la colección de todas las voluntades individuales. ¿De qué modo podría expresarse la voluntad del pueblo? En los Estados democráticos ello sólo puede hacerse mediante el voto de los individuos. A menos que se trate de una dictadura de partido único, los votos deberán estar distribuidos al menos entre dos partidos diferentes. Por principio, entonces, en una democracia no puede haber una voluntad del pueblo única y homogénea. La voluntad del pueblo es necesariamente fragmentaria y está distribuida entre mayorías y minorías. Si la voluntad de la mayoría se identificara, de manera arbitraria, con la del pueblo en su conjunto, se estaría excluyendo a la minoría de la categoría de pueblo. Esta es una estrategia persistente en todos los populismos que suelen calificar de “antipueblo” o, como decía Perón, “vende-patria” a todos los sectores de la población cuya voluntad no coincide con la del partido o sector que se proclama como representante de la voluntad popular. Los teóricos del populismo llegan incluso a aceptar que el “antipueblo” pueda ser mayoría en un momento determinado, tal como ocurre en este momento en nuestro país desde que Mauricio Macri ganó las elecciones presidenciales, con lo cual reducen al absurdo la categoría misma de pueblo, que ya no puede definirse por medio de la expresión de la voluntad de los individuos, sino que debe caracterizarse apelando a contenidos doctrinarios, o peor aún, a esencias metafísicas, como el “ser nacional”, destinos históricos y otras categorías de dudosa existencia.

 

La autentica democracia no consiste en la mera expresión de la voluntad de la mayoría de los ciudadanos mediante algún procedimiento de votación. Esta es sólo una condición necesaria de la democracia, pero en modo alguno es una condición suficiente. Hay muchas otras condiciones que son estrictamente necesarias para asegurar el carácter democrático de un Estado o gobierno. La mayor parte de ellas tiene que ver con la limitación del poder y con la garantía de libertades básicas para las minorías y para la oposición. Así, un Estado en donde se socava, se tacha de mal intencionada o se rechaza, de la manera que sea, la opinión critica, no es democrático en ningún sentido del término, no importando cuan justa pueda considerarse su política económica y su redistribución de la riqueza.

 

El concepto de democracia real casi siempre está asociado a las ideas de igualdad, justicia social y redistribución de la riqueza. Los partidarios de esta posición suelen argumentar que una democracia no es genuina si no garantiza una justa redistribución de la riqueza realizada prioritariamente en beneficio de los pobres y de los sectores más desprotegidos de la sociedad. Alegan, con razón, que la mera democracia formal, es decir, el solo hecho de respetar las reglas que la constituyen, no aseguran esas tres ideas mencionadas. Esto es indudablemente cierto y abundan los ejemplos históricos de gobiernos democráticos que implementaron políticas económicas cuyo resultado fue ampliar la brecha entre ricos y pobres en vez de disminuirla. No obstante, las autodenominadas democracias reales tampoco pueden garantizar la justicia social y, a menudo, como el caso de Venezuela o, el más cercano a nosotros, el de la última administración kirchnerista, son capaces de llevar al país a una profunda crisis generalizada, tanto política como económica. En realidad, ninguna forma de gobierno puede garantizar la eliminación de las desigualdades.

 

Con todos los vicios y defectos que pueda tener, la democracia formal es la única forma de gobierno que es capaz de ofrecer garantías de igualdad jurídica, libertad de expresión, limitación del poder del Estado y de sus abusos sobre los individuos. En la práctica, las supuestas democracias reales, en nombre de una justicia social o una igualdad económica, tarde o temprano se han transformado en Estados autoritarios donde se vulneran los más diversos derechos de los individuos. Los presos políticos venezolanos o los ataques a la prensa opositora y a la independencia del Poder Judicial por parte del kircherismo, constituyen un clarísimo ejemplo de esta deriva autoritaria. En una democracia formal, el derecho a manifestarse contra el gobierno de turno se encuentra siempre asegurado, porque lo sostiene la propia esencia constitucional del sistema. Cuando la protesta política o social, y hasta la opinión opositora, pasan a considerarse un delito, esto resulta un indicio inequívoco de que la democracia ha degenerado en autoritarismo.

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