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El aula: campo de batalla o espacio de aprendizaje vivo

OPINIÓN Laura Lewin*
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El verdadero cambio en el aula no empieza en el currículo, sino en la relación entre quien enseña y quien aprende. Ahí se juega todo: la confianza, la calma, y la posibilidad real de enseñar… o sobrevivir. Hay aulas que parecen trincheras. Cada día, una guerra silenciosa (o a veces no tan silenciosa) se libra entre docentes extenuados y estudiantes desconectados, desmotivados o simplemente atravesados por otras urgencias. Pero también hay aulas que laten. Que vibran. Donde se nota que algo sucede. ¿Cuál es la diferencia? ¿La cantidad de alumnos? ¿El nivel socioeconómico? ¿El modelo pedagógico? No. Lo que hace que un aula sea un espacio de conflicto permanente o un entorno de crecimiento compartido es algo más invisible, pero fundamental: el vínculo.

Sí, el vínculo. Esa palabra que no entra en los boletines ni en los diseños curriculares, pero que lo sostiene todo. Un buen vínculo no significa “hacerse amigo” de tus estudiantes ni ganarse el aplauso fácil. Significa generar un ambiente seguro, donde no hay miedo al error, donde la mirada del adulto no juzga sino que contiene, orienta y da marco. Un lugar donde la presencia del docente calma, en lugar de tensar. Donde el tono de voz baja la ansiedad y no la sube. Donde la escucha no es una estrategia, sino una postura. Y eso, aunque suene poético, tiene efectos fisiológicos muy concretos.

Porque cuando un estudiante se siente mirado sin juicio, respetado en su individualidad, contenido en su emocionalidad, su sistema nervioso lo registra. Baja el cortisol (la hormona del estrés), sube la oxitocina (la de la confianza y el apego), y el cerebro puede “encenderse” para aprender. Así de simple. Así de complejo. El vínculo no es decorativo: es regulador. Y un aula sin regulación emocional es terreno fértil para la desconexión, el desborde o la apatía.

¿Y qué pasa cuando hay 30 chicos en el aula? ¿Cómo se construye vínculo con tantos? La respuesta corta es: no es necesario un vínculo individual e intenso con cada uno. Lo que hace la diferencia es el clima vincular, que emerge de una actitud constante, sostenida, coherente por parte del adulto. No se trata de que cada estudiante tenga un “momento especial” todos los días, sino de que todos sientan que, cuando están ahí, su presencia importa. Que no son un número en la lista. Que alguien los ve. Que hay una voz adulta que no entra en el caos del aula, sino que invita al grupo a entrar en su calma.

Un aula de 30 no es ingobernable si el docente puede autorregularse, y desde ahí, regular al grupo. Si sabe pausar antes de estallar, si puede modular su voz para descomprimir, si no entra en el juego de las reacciones automáticas. Un docente que modela regulación emocional no necesita gritar para ser escuchado, ni castigar para tener autoridad. Necesita vínculo. Porque donde hay vínculo, hay apertura. Y donde hay apertura, hay aprendizaje.

El vínculo no se improvisa. Se construye todos los días, desde los detalles: cómo saluda a los chicos al entrar, cómo devuelve una consigna, cómo pone un límite. El aula es una coreografía emocional constante, y el docente es quien marca el compás. Con 10 o con 30. Y si no hay vínculo, no hay estrategia que aguante.

Esto no quiere decir que el vínculo sea una varita mágica. No evita todos los conflictos, no garantiza una clase perfecta. Pero sí transforma la calidad de esos conflictos. Porque no es lo mismo una discusión entre personas que se respetan, que un enfrentamiento entre quienes no se registran. No es lo mismo poner un límite desde la confianza que desde la amenaza. No es lo mismo aprender en un lugar donde me siento a salvo, que en uno donde me siento juzgado.

Y, sobre todo, no es lo mismo enseñar desde el vínculo que desde la lucha constante. Enseñar desde el vínculo no agota tanto. Porque el aula deja de ser una pelea diaria, y se convierte en un espacio de construcción compartida. Y eso también cuida al docente.

A veces se piensa que el vínculo es “blando”, que no alcanza, que lo que importa es el contenido. Pero nadie puede aprender si está en estado de defensa. El vínculo no reemplaza al conocimiento: lo hace posible. No se trata de elegir entre enseñar o vincularse, sino de entender que una cosa sostiene a la otra.

Y todo eso sucede con 30 chicos. Porque lo que cambia no es el número: es la forma de habitar el aula. No es magia. No es idealismo. Es práctica, constancia y presencia. Y es también una decisión. Todos los días, frente a cada grupo, el docente elige: ¿Entro como soldado o como puente? ¿Entro a controlar o a conectar? Esa elección, silenciosa pero poderosa, define lo que va a pasar después. Define el tono, el clima, la disponibilidad. Y a veces, también define si ese día se enseña algo… o si apenas se sobrevive.

Porque al final, el aula puede ser muchas cosas. Pero si no hay vínculo, lo que queda es apenas un espacio con sillas ocupadas pero cerebros cerrados.

* Para www.infobae.com

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