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El matrimonio Kirchner , el arzobispo Bergoglio y el Papa: historia de una extraña amistad

POLÍTICAAgencia 24 NoticiasAgencia 24 Noticias
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Néstor Kirchner se lo dijo a su mujer, Cristina Fernández: «El Tedeum no se hace más en Buenos Aires». La que sería su sucesora en la Presidencia de Argentina estaba de acuerdo: «Bergoglio es el jefe de la oposición. No me lo banco (lo aguanto) más», respondió palabra más palabra menos. El matrimonio coincidía en que había que poner tierra de por medio con el hombre que se convertiría más tarde en Francisco y la misa de acción de gracias del 25 de mayo de 2005, se trasladó a Tucumán. El rechazo al futuro Papa se prolongó el resto del Gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y buena parte del de CFK, siglas por las que se conocía a la que fuera la mujer más poderosa de la historia de Argentina entre 2007 y 2015.

Jorge Mario Bergoglio no se había dejado seducir por el relato de la pareja que llegó, por descarte de Eduardo Duhalde, a la Casa Rosada. Las homilías del jesuita eran frontales y en tono de denuncia por la pobreza y desigualdad del país que un día fue el granero del mundo. Los abusos de poder y la corrupción empezaban a dar la cara y Bergoglio, con ojos en todas partes, lo advertía sin titubeos.

En un costado de la catedral de Buenos Aires, apenas a unos pocos metros de la Casa Rosada, vivía el arzobispo en una dependencia austera. A diario caminaba con los zapatos negros cuarteados, oficiaba la misa, acudía a los talleres de costura de La Fundación Alameda y se metía en los charcos de los barrios de los desahuciados y del poder que le miraba con tanto recelo. El mate y poco más acompañaban en sus caminatas al sacerdote que, mientras vivió en su país, evitó acercarse a intercambiar impresiones con sus vecinos del Ejecutivo, al otro lado de la Plaza de Mayo.

Bergoglio para los Kirchner era el enemigo. La prensa adicta se ensañaría con él hasta el extremo de identificarle como colaboracionista de la dictadura (1976-83) y adjudicarle la negación del auxilio a dos sacerdotes villeros detenidos por el régimen. La verdad, su testimonio y el de los que vivieron esos años de plomo reparó, si existe reparación, el daño infligido por las calumnias.

La noticia cayó como un jarro de agua fría en el Gobierno peronista. La Cancillería tardó en reaccionar y emitió un primer comunicado de una frialdad asombrosa
Cuando la fumata blanca del Vaticano anunció ese 13 de marzo de 2013 que había un nuevo Pontífice, el nombre del argentino corría de boca en boca. Había sucedido igual en la elección de Benedicto XVI, pero entonces el jesuita hizo saber que el indicado era Joseph Aloisius Ratzinger. Hoy por ti mañana por mí, el emérito ejerció sus buenos oficios para favorecer a Francisco. La noticia cayó como un jarro de agua fría en el Gobierno peronista. La Cancillería tardó en reaccionar y emitió un primer comunicado de una frialdad asombrosa. El pueblo argentino estaba y manifestaba su alegría. Todos, menos ella. La viuda de Néstor Kirchner se había llevado un disgusto y ni quería ni podía disimularlo.

Eran tiempos del socialismo siglo XXI, de la ola bolivariana y de Rafael Correa. El ecuatoriano, hoy refugiado en Bélgica, es un ferviente católico y no podía entender la reacción del Gobierno argentino. «Cristina» tenía debilidad por él y cuando éste la llamó por teléfono le escuchó con mucha atención. El mensaje era sencillo: «Es el primer Papa latinoamericano, es una noticia excelente, histórica. Todos tenemos que celebrarlo», recordaría en diferentes ocasiones Correa. Las palabras del presidente de Ecuador no cayeron en saco roto. La Cancillería difundió un segundo comunicado mucho más efusivo donde destacaba la importancia del primer pontífice «latinoamericano».

La presidenta de Argentina había borrado de su memoria a Bergoglio y había descubierto a Francisco
En Santa Marta, el Papa que llegó del fin del mundo –al que nunca más volvió– recibía a diputados, senadores, gobernadores, periodistas, jueces federales y a todos, en algún momento de la conversación, les decía lo mismo: «Cuiden a Cristina, ayúdenla a terminar su mandato». La sensación periódica de que el Gobierno podía caer le preocupaba mucho. La presidenta de Argentina había borrado de su memoria a Bergoglio y había descubierto a Francisco.

El Papa había logrado que la oveja descarriada volviera al redil y ella, un animal político, hacerle sentir como uno más de los suyos. La actual presidenta del Partido Justicialista recordaba ayer su primer encuentro en Santa Marta. Según ella, le anticipó que «lo esperaban batallas celestiales.»

Ambos mantenían charlas frecuentes y sería a la jefe de Estado que en más ocasiones recibiría en visitas oficiales e informales, en total, en siete. La primera, a los cinco días de su nombramiento y en vísperas de su entronización.

A Mauricio Macri, el Papa le abriría, con gesto adusto, las puertas del Vaticano un par de veces, las mismas que a Alberto Fernández. Al presidente Javier Milei, tras disculparse por decir que encarnaba «al maligno en la tierra», una sola vez, pero las imágenes fueron cordiales y risueñas.

El círculo político de Cristina Fernández parecía tener bula para viajar a Roma. Francisco recibió a «los muchachos» kirchneristas de la Cámpora, a Guillermo Moreno, el secretario de Comercio que repartió guantes de boxeo en un Consejo de Administración de Papel Prensa, a los sindicalistas, al peronismo de ayer, de hoy y de mañana con los brazos abiertos. La despedida era igual para todos, idéntica a la que, quizás, haya pensado en su lecho de muerte: Recen por mi.

CON INFORMACION DE ELDEBATE.COM

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