


Eran frías y oscuras madrugadas de invierno, unos años atrás, y apuraba mi paso para no llegar tarde a la Misa diaria que el entonces arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Jorge Mario Bergoglio, celebraba a las 6:40 a.m. de cada día, él solo -hasta que aparecí-, en la capillita de la sede Arzobispal porteña. Nunca olvidaba besar a la Virgen y ponía tal concentración en la oración que un día, al terminar, me acerqué y le dije: “Monseñor, se olvidó de darme la comunión”. Sorprendido, volvió al sagrario y pude comulgar.

Por sus múltiples compromisos muchas veces celebraba Misa afuera y entonces, tenía el detalle de avisarme en la víspera, a veces llamándome personalmente al móvil para decirme que no fuera al día siguiente. Al finalizar la última de estas ceremonias a las que asistí me dijo que, en el futuro, debido a que tenía mucho trabajo, celebraría, si no recuerdo mal, a las 5:30 de la mañana.
Demasiado temprano para mí que venía desde Olivos, el mismo barrio de donde debería venir él, dado que allí el Arzobispado tiene una residencia muy bonita y con un bellísimo parque, si no fuera que prefería vivir en un pequeño apartamento en la misma sede Arzobispal de Plaza de Mayo que limpiaba él mismo, dice el rumor que nunca verifiqué pero que resulta creíble.
Lo vi el día anterior a su -ahora sabemos- definitiva partida a Roma, muy breve encuentro en el que, por cierto, ni siquiera hablamos sobre su posible papado porque entonces era inverosímil. Había dejado su agenda preparada para volver. Unos días antes del Cónclave que lo eligió, durante una reunión previa de cardenales fue muy aplaudido y, entonces, pensamos que quizás no volvería ya que, como había renunciado al Arzobispado de Buenos Aires por edad reglamentaria, se quedaría en algún Dicasterio. ¡Pues vaya Dicasterio que le dieron!
Como era de esperarse, entre los intelectuales empezaron a preguntarse cuál sería la ideología del nuevo Papa. Cosa que nunca tuve oportunidad de discutir con él, para empezar, porque no quería hacerlo. Algunos escritos míos leyó y, con la caridad que corresponde a su investidura, pocas veces me ha dicho que le han parecido buenos, pero tampoco tengo dudas de que, al menos en teoría, en muchas soluciones ejecutivas para los problemas sociales no coincidimos.
No sé qué ideología tenía ni me interesaba saberlo. El Papa es el que describí en los primeros párrafos y el que eligió llamarse Francisco por los pobres, y que muchas mañanas desde su balcón del Arzobispado arrojaba migas a las palomas… de la paz se diría. Lo fundamental es que luchó incansablemente por la paz, al punto que se entristecía enormemente por los conflictos armados y algunas veces lo sentía como su propio fracaso, lo que, obviamente no era verdad, pero se sentía impotente de no poder mediar.
La paz que siempre es el resultado del verdadero coraje, lo mismo que la infinita misericordia - la falta de castigo impuesto- que ensalzó en su primer Ángelus. Por eso, con su ejemplo, enseñó lo que pedía Juan Pablo II: “No tengáis miedo”. Es que la falta de coraje, esa falsa sensación de que el mal puede vencernos y dañarnos, es lo que da lugar a que obedezcamos al mal y seamos violentos.
Dice santo Tomás (S.Th., I-II, q. 6, a. 5) que: “La violencia se opone directamente a lo voluntario como también a lo natural… (porque)… lo violento emana de principio extrínseco”. Y su mejor comentarista, Etienne Gilson (‘El tomismo’, Segunda Parte, Capítulo VIII) asegura que para el Aquinate “Lo natural y lo violento se excluyen, pues, recíprocamente”. Y aclara Aristóteles (‘La Gran Moral’, I, XIII) que “Y así, siempre que fuera de los seres existe una causa que los obliga a ejecutar lo que contraría su naturaleza o su voluntad, se dice que hacen por fuerza lo que hacen... hay violencia siempre que la causa que obliga a los seres a hacer lo que hacen es exterior a ellos”.
Es decir, la violencia solo sirve para destruir y nunca para ordenar o defender, desde que impide el desarrollo espontáneo de la naturaleza. Y sin ella no solo desaparecerán las guerras y los conflictos violentos sino el hambre y la miseria. Empezando por cada uno de nosotros que, a no dudarlo, la paz no solo no nos dejará indefensos sino todo lo contrario por cuanto los métodos eficientes (“omnipotentes”) de defensa son los pacíficos.
Para definir al Estado moderno podemos decir que es el monopolio de la violencia: condición necesaria, y suficiente. Para empezar, sin el poder policial para forzar impuestos no subsistiría, a menos que compita en el mercado ofreciendo productos que la gente utilice convirtiéndose en “empresa privada”. El “estatismo” sería el abuso de este monopolio de la violencia y su variante, el populismo, una exagerada diatriba demagógica.
Sin violencia no hay Estado policial, ni regulaciones ni coartadas a la natural libertad humana, don de Dios, que nos puedan doblegar si todos tenemos el coraje de no temerle y darle al mal el lugar que le corresponde: el de nuestro desconocimiento y desobediencia.
Entre otras muchas actitudes libertarias que ha tenido Francisco -que son las que valen, las actitudes, no los discursos porque desde niños copiamos los ejemplos- visitó a inmigrantes “ilegales”, homenajeando a quienes haciendo uso del derecho humano a la libertad personal “buscaban un lugar mejor y encontraron la muerte… La cultura del bienestar nos ha hecho insensibles…”, dijo en una homilía con un duro mensaje a los políticos, especialmente de la UE.
Celebró una Misa de penitencia sobre los restos de una patera y pidió perdón a Dios: “Te pedimos… por quien se ha encerrado en el propio bienestar… por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros y en aquellos que… toman decisiones socio-económicas que abren la vía a estos dramas”. Por cierto, el “Estado de bienestar” es, precisamente, el invento coactivo -solventado con impuestos- del centro izquierda europea.
El Papa Francisco no se dejó vencer por el miedo evitando situaciones de violencia. Contra la opinión de los “expertos en seguridad”, volando a Nairobi, Kenia, en el primer viaje de su vida a África dijo que la única preocupación respecto a la seguridad “son los mosquitos”, e insistió “usen el spray para los mosquitos”. Y le dijo al piloto que lo llevaba “Tiene que aterrizar en Centroáfrica o déjeme un paracaídas”.
Y lo que no es menos importante, oportuno y coherente, en más de una oportunidad alentó, sobre todo a los jóvenes, a tener el “coraje de soñar y el coraje de ser felices”.
* Para www.infobae.com





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